ALIAS EL PUNZA

El Punza debería ser parte de nuestra cultura. La leyenda urbana cuenta que el Punza no tuvo infancia: nunca fue niño, siempre fue punk. Había llegado de Perú, como a los dieciséis años, a Arica y luego partió a Santiago. Allí convivió con los punkies más reventados de Maipú, y habitaba las calles, pidiendo monedas a personas que lo miraban espantadas o que, a veces, lo atacaban con variados improperios. Él entendía que pertenecía a una subdivisión muy extraña e incomprendida de la humanidad -no sólo agredido por ser punkie sino que además por su color de piel y el acento peruano que no supo enlodar con sus años en Chile-, así es que nunca respondió a los insultos ni se sintió mal por quienes, ofendidos, miraban detenidamente su raquítica silueta de metro cincuenta, su extraña cabeza con cicatrices y su cabello largo y sucio -rapado tras las orejas y en la nuca- sus ajustados jeans negros, sus bototos de milico rotos, su casaca de cuero con el parche que llevaba su nombre en la espalda que le había hecho la única mujer que amó en la vida, Laura, a quien siguió hasta Valparaíso. Estaba casi cegado por esa mujer aunque siempre supo que Laura no lo amaba ni lo amaría nunca en su puta vida. El corazón de Laura no palpitaba. Supo, de igual forma, que Laura pensaba en él como pensaba en cualquier otro. No era fea, también era punk. El Punza me contó que en su infancia, ella había pertenecido a una familia adinerada, creo que su padre había tenido un cargo político o algo así. Se escapó de casa. Llegó a la calle. Se cambió el nombre a Laura. Nadie supo nunca su antiguo nombre. Y se hizo punk. Laura era una mujer callada, pálida, pelo originalmente rubio, pero que gracias a las tinturas o a las témperas, lo llevaba azul, nunca reía, vivía alcoholizada y se enredaba con un tipo distinto cada semana casi por deporte. Uno de ellos fue el Punza. Claro que, mientras los otros tipos desaparecían de su vida de la misma forma en que llegaban, el Punza se mantuvo siempre a su lado. Era una amistad con calidad de romance. El Punza nunca le criticó el que tuviera otros hombres. Ella había sido violada catorce veces, aunque sólo recordaba tres y se jactaba a menudo de no haberse enamorado nunca. El problema de Laura empezó cuando se metió con Destroyer, una especie de líder entre los punkies. El Destroyer tenía a su novia estable y ésta se enteró de la aventura de su hombre con Laura y, junto con otras minas, fue a encarar a la otra. Todo empezó con ofensas y gritos de distintas clases, hasta que la mujer del Destroyer y Laura se agarraron de las mechas, se escupieron, se abofetearon, y entre todo ese desorden, a la vista de todos, Laura sacó como pudo un destornillador que guardaba en su chaqueta y lo clavó en pleno ojo de su rival. Dicen que el rostro de la mina atacada estaba bañado en sangre, que no podía sacarse el destornillador del ojo, que la tuvieron que ayudar, y que dejó toda la calle vomitada de rojo. Salió en los diarios pero Laura ya estaba en el puerto cuando lo leyó en los titulares, en un día de no muchas noticias.
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Así llegó el Punza a Valparaíso. Convenció a Laura de que escaparan juntos, y vivía con ella en distintas casas abandonadas, en algún banco de una plaza, o a la orilla de las vías del tren. Todo hasta aquel día funesto. Laura estaba borracha. Llegó donde Punza gritando, le golpeó, le marcó la cara con sus uñas y desapareció. El Punza estuvo preocupado por dos días. Ella siempre se largaba pero regresaba, y él ya estaba acostumbrado, pero esta vez tenía el presentimiento de que nada bueno había pasado: ella no había desaparecido con algún tipo ni la habían llevado a la comisaría. Los otros punkies se lo dijeron claro: Laura se tiró de la Piedra Feliz. La Piedra Feliz era una roca gigantesca ubicada camino a la playa Las Torpederas, pero hace como veinte años la dinamitaron. Todos los desilusionados acudían a ella para poner fin a sus vidas. Desde hace tiempo que nadie saltaba de ahí: la Piedra Feliz ya no mataba a nadie. Laura fue un caso particular, acudió en la noche, alcoholizada, drogada y desesperada. Murió ahogada.
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Fue el final para el Punza. A los veinticuatro años se aburrió de ser Punk. Se sacó el cuero, igual que una serpiente, botó todo alfiler de gancho, puntas de metal o cadenas y dejó el alcohol, la vida en las calles y el consumo de marihuana y pasta base. Quería volver a su nombre original, pero no lo recordaba y como todos lo llamaban Punza, lo mantuvo. Una vez fui al lugar donde vivía y le pregunté por el mito sobre su infancia. Abrió un cajón y sacó una bolsa de género muy vieja y sucia. De su interior sacó una chaqueta de cuero muy pequeña, como de niño, con puntas, cadenas y un parche de los Ramones. Respiró su olor, aprisionándola contra su cara. La apretó contra su pecho y me contó que fue su primera prenda de vestir. También sacó una foto muy antigua y arrugada. La imagen era una figura de niño de aproximadamente seis años con un mohicano estrafalario, ropa punk y una botella de alcohol en la mano. Pero no era un niño -a pesar de varios rasgos que podrían indicar lo contrario-, era un punk. Fue extraño que la muerte de Laura no lo matara a él también. Decidió continuar con su vida o, mejor dicho, cambiar su vida. Buscó donde vivir y un trabajo honesto: vendedor de hierba.

Comentarios

Baradit dijo…
Año 1990, Edwards era un tipo que se paseaba por bares de Valparaíso jugando a la bohemia literaria...Edwards era oficinista, se volvió loco y se hizo poeta.
Año 1990, Baradit era un punkie que le metió uno de sus poemas en la boca a Edwards en una tertulia literaria en el "Proa al Cañaveral"...Baradit era poeta, se volvió loco y se hizo oficinista.
Daniel Hidalgo dijo…
Es muy probable. Aunque tiendo a pensar que el Punza es como Jesucristo en "stigmata", dónde lo busques está, vive en todos lados.

Saludos!
Anónimo dijo…
Bueno lo que escribiste Dani.Saludos, Mariana.

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