Metro

Son las seis treinta de la tarde. Francisco Herrera aborda el metro en la estación Las Rejas y observa tímidamente el entorno para no chocar su visual con ninguno de los pasajeros del vehículo, divisa los salmones eléctricos de los asientos vacíos y se sienta en uno, al costado derecho. El metro parte lentamente, dejando atrás los cuerpos ambulantes de quienes bajaron del carro y las fotografías publicitarias estampadas en la pared. La máquina avanza estación por estación, y Francisco lo hace de igual forma, aunque sus estaciones parecen ser distintas. En cada parada aborda más gente, y al mismo tiempo muchos descienden y se suman a los que inician sus pasos en el camino que se dirige hacia las escalas de salida. La gente cambia según el momento de su abordaje, según su destino y su origen. Cambian sus formas, sus colores, sus expresiones, sus aromas. En las estaciones más atiborradas los pasajeros parecen tristes. Sin vida. Zombies que deambulan entre la electricidad, el sonido y las estaciones de una vida que les niega el aire, que los desarma y los reestructura de otra manera, una existencia que les inserta circuitos en las amígdalas y les quita la gesticulación del rostro. En cambio, en las estaciones casi inhóspitas la gente es alegre y juguetona, habla fuerte, y vive más eso que se llama vida. Francisco es conciente de esa fauna etérea que vaga en el metro. Ha abordado demasiadas veces el vehículo que lo lleva desde estación Las Rejas hasta Escuela Militar. Siempre a la misma hora. Sabe de memoria los rostros que se le cruzarán y aunque evita mirarlos de frente los dibuja en la parte blanca de sus ojos, en esa parte que no ve pero aprecia la realidad mejor que la otra. Francisco lleva su mp3 player y escucha It’s the End of the World As We Know It (And I Feel Fine) de R.E.M. a un volumen lo suficientemente bajo como para seguir oyendo la discusión de la pareja que se ubica a sus espaldas, lo hace para armonizar sus pensamientos y su mirada de espectador invisible, pero no para desconectarse de la realidad, como muchos lo hacen en sus viajes, incapaces de soportar el hastío del tránsito. De avanzar sin moverse, sin enfrentarse a nadie más que sí mismos y a las voces de su cabeza, esos pensamientos que les susurran que están solos, que les hieren más que los espejos. Y se conectan a sus mp3 players. Y a sus notebooks. Y a sus palms. Y a sus celulares de última generación. Activando esa burbuja electromagnética que los corta momentáneamente del cordón umbilical que los une al mundo. Francisco sólo busca musicalizar lo que observa de reojo y lo que hablan a su alrededor. Fabrica un soundtrack cotidiano que le sugiere nuevas emociones a lo que no palpa pero observa como espectador compulsivo. Mira su débil reflejo en el cristal del metro y ve que su cara no es la de siempre, se ve algo cansado, pero su cambio va más allá de eso. Francisco Herrera es un tipo de tez blanca, usa anteojos a causa de su astigmatismo y a la miopía que provocó su afición por las novelas de Raymond Chandler en formato txt que almacena en el disco duro de su PC desde que empezó a leer por cuenta propia, al comienzo de la segunda mitad de su existencia. Su estatura es la del promedio de las personas de su edad: veintitrés años. Nunca le ha gustado que lo califiquen de tímido, sólo que su lenguaje es distinto al de las personas que le rodean. Como si los silencios fueran el centro de su discurso y las palabras apenas nexos que unen una pausa larga con otra más larga. Ese día podría ser como cualquier otro de Francisco, con la salvedad de que, sin ningún motivo trascendental, su imaginación se llena de imágenes trazadas por la premisa cósmica de ¿qué pasaría si el metro colapsara con otro? Francisco es capaz de imaginar el impacto. En primer lugar, se generaría una intensa luz blanca que cegaría a las personas a bordo de los vehículos, dando paso más tarde a la oscuridad. Se apagarían las luces, otras titilarían resistiéndose a la muerte. Los vidrios saltarían hacia adentro rebotando con los cuerpos de los pasajeros. Cada grito se uniría a otro en una vibración sonora que finalmente derivaría en un solo alarido híbrido e imperceptible. Luego, el temblor. Cada vagón agitándose como una cuncuna robótica y la gente elevándose lentamente para dar de boca al suelo o a los asientos. Niños que se sueltan bruscamente de los brazos de sus padres para pegarse al techo de la máquina para después de rebote caer inertes sobre los cuerpos de sus padres apenas ensangrentados por el piso. Toda la escena imaginada bordeaba a Francisco sin que éste se moviera de su asiento, pero con la certidumbre virtual de que también habría llegado su momento de abandonar la vida, todo en slow motion. La agonía siempre es un slow motion para el ritmo vital.
___De alguna forma muy extraña, la idea parece fascinarle a Francisco Herrera, como un sueño prohibido que nadie puede negarle. El brusco regreso a la realidad le enfrió los ánimos. Nuevamente están todos en su posición, afirmados de los hierros del vagón para no caer víctimas de inercia, los niños comiendo sus golosinas, los ancianos reclamando porque no se les da el asiento, y los zombies con sus caras inexpresivas leyendo el Publimetro o hablando por sus celulares. Aún faltan un par de estaciones para Escuela Militar.
___Se escucha un chirrido.
___Francisco mira hacia delante. La gente grita.
___Una luz blanca lo enceguece. No alcanza a darse cuenta de lo que sucede, ni siquiera de arrepentirse por haber fantaseado lo que ahora está ocurriendo.
___La gente levita en cámara lenta. lpea a Francisco en la cabeza.
___
Una pausa negra da paso a una escena congelada. Lo última que alcanza a ver Francisco Herrera es la imagen de su mano derecha ensangrentada y sus dientes repartidos por el piso.
___Luego, todo se oscurece.


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