Desde que me invitaron a participar de la FIL Guadalajara, quienes habían venido con anterioridad me comentaban que lo más gratificante y alucinante de todo era visitar las preparatorias y compartir con los muchachos, este año Pablo Toro, Marcelo Leonart y Germán Carrasco ya habían tenido la experiencia en los días previos. La actividad se llama "Ecos de la FIL", aunque en los establecimientos educacionales la conocen como "Escritores en tu Prepa". La verdad, yo no tenía muchas expectativas, porque eso: compartir con los muchachos, hablarles de libros, leerles, contarles cosas y chistes raros es, básicamente, lo que hice cada día como profesor.
El asunto es que sí fue alucinante, porque no tenía idea de a qué lugar iría ni a qué hora me pasarían a buscar (lo que facilitó la confianza por alcoholizarme la noche anterior). El asunto es que cuando iba con el sol pegándome encima, en la camioneta en la que me llevaban un maestro y un paradocente (olvidé cómo les dicen en México), observo cómo el camino va cambiando, volviéndose casi desértico, solo una carretera en medio, aunque mis acompañantes me decían que era un lago -lago seco, supongo-.

El Maestro me decía que es también tierra de la cantante Consuelito Velázquez y del muralista José Clemente Orozco. Lo dice con orgullo, como si la ciudad hubiera sido moldeada por la vida, obra y fantasías de estos artistas. Y efectivamente era así, tras dos horas y tras el lago que parecía desierto, llegamos a una zona verde, verdísima, llena de vegetación, coronada por el volcán nevado el Colima, que echaba humito, de hecho, como esperando ser fotografiado por este extraño pasajero.
Al llegar a Ciudad Guzmán, mis anfitriones me pasearon por el centro, no había edificios modernos y todo parecía haberse quedado cristalizado en una parte hermosa del pasado moderno. Iglesias, plazas, montañas, recuerdos del terremoto del 85. Estatuas de artistas como si fueran héroes patrios. Es muy lindo todo, les digo, una especie de Comala, tras la carretera. No, amigo, Comala es al lado, es el pueblo vecino, me dice el maestro. Y era así. El pueblo de Rulfo estaba solo a unos minutos.
De ahí, conocer la casa de Arreola, una particular mezcla entre la casa de Parra en Las Cruces y la Sebastiana de Neruda. Una casa museo, eso sí, administrada por la propia familia de Arreola, según me contaron. Una casa cuya vista da a toda la ciudad. La gran sorpresa, quizá no solo de mi acompañante por el tour Arreola, sino de la vista a CD Guzmán entera, fue una niñita de 15 años, que hablaba como si tuviera 30, gran conocedora de la ciudad y un talento genial muy desarrollado, era sobrina nieta del escritor y era, realmente, un encanto y un mar de información.
Seguimos con mis dos amigos ya para ese entonces y fuimos a comer Tostadas de moco, que les dicen así por el picor que te hace llorar sin parar y luego micheladas que, a diferencia de las chilenas, tienen mucho más ají, mayor cantidad -medio litro de cerveza-, abundante hielo, y sobre el vaso, pepinos, naranja y camarones, todo con abundante chile, por supuesto.

Comala tiene unos vecinos increíbles y un fantasma colado entre todos ellos. Es impresionante cómo la ciudad quedó al margen de la globalización, escondidos en una postal enternecedora, en blanco y negro, sin cadenas de comida rápida, sin supermercados, sin departamentos ni edificios seriados, por ser un territorio sísmico, me explicaba, como tantas otras cosas, la joven sobrina nieta de Arreola.
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