Los libros que perdí



Las bibliotecas son mapas. O varios mapas. Como existen aquellos libros que pertenecen y estructuran nuestras bibliotecas, existen también aquellos que marcaron nuestra ruta emocional como lectores. Sin embargo existe otra cartografía, bastante más dolorosa y de la que evitamos hablar, como si el olvido nos permitiera superar la pérdida, pero no. Cada cierto tiempo regresa y hasta se ensancha marcando una nueva ruta: este es el mapa de los libros que he perdido a lo largo de la vida. No incluye todos, por supuesto, porque he perdido demasiados libros desde que empecé a juntarlos desde niño, heredándolos o buscándolos, sino que este es un listado sobre los libros que al extraviarse, terminaron quedándose como fantasmas.

1. Estaba en tercero básico, en un colegio particular muy sencillo del barrio centro de Viña del Mar. Un curso de no más de quince niños en el que nos enfrentábamos a una crisis: nos habían cambiado al profesor jefe. Pasábamos del profesor de música, escritor -autor de una novelita que vendía a los apoderados en las reuniones-, divertido y medio loco -muy loco, medio neurótico, que nos hacía llorar tan fácil como nos hacía reír-, que le gustaba improvisar historias a medida en que las dibujaba en la pizarra; a una profesora viejita que nos parecía demasiado seria y distante. Nuestro antiguo profe igual seguía haciéndonos la clase de música así que nada era tan terrible y aunque le recriminábamos el que ya no nos acompañara cada día, tratábamos de disfrutar lo más posible su clase. En este contexto, mi tata, mi abuelo, que se había desempeñado muchos años como secretario en la Armada, comenzaba a transmitirme su gusto tanto por los libros como por la música. Tenía unas colecciones importantes de Arthur Conan Doyle y de Ian Flemming pero también mucho más. Uno de sus libros era de una recopilación de cantos chilenos sobre el mar, si mal no recuerdo era una edición de la Armada de los años cuarenta, en un formato plaquette, color celeste, que mantenía en perfecto estado. Me lo regaló el mismo día que se dedicó a enseñarme algunas canciones que acompañaba con su acordeón. El libro alcanzó a ser mío durante un par de meses, hasta que le conté al profe de música de su existencia y me lo pidió. A la clase siguiente se lo llevé y de ahí pasó un año completo en donde no hubo semana en que no se lo haya pedido de vuelta, apelando muchas veces al humor en el que él mismo me formó, pero el libro nunca volvió, desapareció. Así como ese colegio un par de años después.

2. Este no es en estricto rigor un libro, sino unos tomos de cómics. A pocas cosas les debo más como lector que a la aparición de los saldos de la editorial española Zinco. Corrían los 90s, cuando nuestros kioskos se vieron repletos de sus ediciones de cómics DC y Vertigo en versiones españolísimas a muy bajo costo, pero desordenados en su numeración. La editorial había quebrado y Latinoamérica se había convertido en receptáculo de todas sus bodegas. Así fue como conocí a los superhéroes que hasta el día de hoy me obsesionan y acompañan. Aunque debo reconocer que tomaba distancia de los más emblemáticos como Batman, Superman o La Mujer Maravilla, siendo mis favoritos Firestorm, Animal Man -cuyas versiones de Grant Morrison y Jaime Delano son joyas-, La Cosa del Pantano, Aquaman, Blue Beetle y, por sobre todo, el Capitán Atom, que dista de ser brillante pero la idea de un salto cuántico me hizo completar la de cinco tomos -20 números-, escrita por Cary Bates y dibujada por Pat Broderick principalmente, que tardé unos cuatro años en conseguir en su totalidad y transformarlo en mi orgullo de coleccionista -si completar un álbum causaba una felicidad extrema, completar una historia en cómic es un orgasmo multiversal-. Años después, yo ya estaba en primero medio y ya no juntaba tantos cómics, al menos no de superhéroes, y vivíamos con mi familia en Playa Ancha, en la casa de mi abuela, a la que mi tía, que vivía en La Florida, visitaba cada fin de semana, quien siempre tenía novios muy diversos y divertidos, con los que la mayoría de las veces terminaba haciendo buenas migas hasta que se acababa la relación pero con otros no. Uno de estos otros se llamó Roberto. Era bien especial la verdad, recuerdo que la primera vez que fue a casa desató una discusión durante la once al sentenciar que la Iglesia Católica era una casa de putas. Lo cierto es que no fue a quedarse más de cinco veces pero bastó para hacer notar su prepotencia, extravagancia y chantismo, porque era muy chanta, la verdad, y estaba todo el tiempo tratando de discutir con mi tía con la trampa de hacerle pensar que estaba equivocada. Cuando ya nadie más en la familia lo tomaba en cuenta, se acercó a mí. Hablábamos de cine y de cómics, desde Star Trek hasta Anarko. En algún momento mencionó la idea de intercambiar cómics, cosa con la que nunca he estado de acuerdo, porque mis revistas son tesoros sagrados, pero no se lo manifesté por temor a incomodarle. Meses después me fui por el fin de semana a casa de unos primos y Roberto fue a Playa Ancha y convenció a mi tía y a mi mamá de entrar a mi pieza y tomar los cómics del Capitán Atom y dejar en su lugar unas revistas Cimoc que siempre encontré una mierda porque no las entendía, ni siquiera en su valor o extensión se comparaban, estaban en pésimo estado, hasta arrugadas y recortadas, no había cómo compararlas con los cuatro tomos que sacó de mi biblioteca sin mi permiso y utilizando a mi familia, nunca entendí por qué no se llevó el segundo tomo, tampoco. Pasaron semanas y empecé a decirle a mi tía que le pidiera a su novio que cuando viniera trajera mis cómics pero ella me respondía con evasivas. El impacto vino un par de días después, cuando mi mamá me contó que Roberto había desaparecido de forma bien espectacular y cobarde, se había largado de la casa de mi tía llevándose su lavadora, su televisor, su vhs, su microondas y por sobre todo su dignidad. Nunca más supimos de él. De los cómics, menos. Aunque las bondades de Mercadolibre me permitieron recuperarlos más de veinte años después, al quintuple del valor que me costó originalmente.

3. Tuve un amigo que vivía en una casa antigua en Viña del Mar. Una casa antigua grande y con muchas piezas que poco a poco se fueron transformando en tiendas comerciales. Había vivido toda su familia allí desde hace muchos años y, es curioso, pero cada vez, y no pocas, que esta casa se me aparece en sueños es distinta, gigante y con nuevas piezas, como en constante descubrimiento, y creo que esta imagen viene de una vez que una tía de mi amigo dejó de vivir en un sector de la casa, que parecía casi una casa independiente de esta. Se nos ocurrió ir a jugar a ese nuevo espacio libre y sin luz, porque se habían llevado hasta las ampolletas, y encontramos unas cajas llenas de objetos y libros viejos. Uno de ellos era un ejemplar de la colección Nosotros los chilenos de la editorial Quimantú, era el fasículo titulado La Nueva Canción Chilena escrito por Fernando Barraza. Mi amigo no dudó en regalármelo. Lo que más me gustaba de ese texto era la épica adanista de su redacción, sumamente crítico con el folklore tipo Huasos Quincheros y hasta con cantantes como el Pollo Fuentes, identificaba vanguardia pura en los nuevos expositores encabezados por Victor Jara, Inti Illimani y Quilapayún, publicado apenas un año antes del Golpe, lleno de vida y sueños de utopía. Atesoré el ejemplar durante varios años, hasta que ya en la media hice de un amigo, un compañero de curso, con el que escuchábamos rock y buscábamos música con contenido al que le conté del libro durante una clase de química y me lo pidió justo antes de que su familia se cambiara de casa, extraviando el libro en el tránsito. Esta es una anécdota con giro. Este amigo se avergonzaba mucho de haberme perdido un libro tan valioso por su historicidad y siempre lo recordaba, hasta cuando ya terminábamos la Universidad, unos ocho años después. Un día, abriendo cajas sucias, este amigo encontró el libro. Me llamó emocionado contándome. Tardó un par de meses en concretar la entrega porque cuando nos juntábamos se nos olvidaba, pero un día que fui a su casa me lo pasó. Recuerdo haberme regresado en la micro, leyendo una vez más sus páginas, seguía en muy buenas condiciones con ese olor maravilloso que adquieren los libros con los años. Al llegar a casa, me junté con un amigo con el que queríamos formar una banda, le mostré este libro y no dudé en prestárselo apenas me lo pidió unos segundos después, con la idea de juntarnos a ensayar la semana siguiente y devolverlo, no le conté en detalle pero le insinué que era necesario que me lo devolviera. Nunca ensayamos. Nunca formamos una banda. Nunca volví a ver a ese amigo. Encontrado y re perdido.

4. Ya había publicado mi primer libro y ese fue el motivo por el que una chica me contactó por Facebook para concretar una entrevista. Cursaba el último año de su carrera y preparaba su tesis la cual tenía que ver con la visión de los jóvenes sobre el Chile actual. Se le había ocurrido poner un apartado especial para la narrativa más reciente y había rastreado un par de autores entre los que me encontraba yo. Nos juntamos a conversar en un restaurant del centro de Valparaíso y confirmé lo que había sospechado por sus fotos en Facebook: era una mujer hermosísima, curvilínea, de una sensualidad avasalladora y una sonrisa infinita. Esto sumado a su mirada crítica sobre las cosas que había nutrido con sus estudios, convirtiéndola en una chica encantadora e interesantísima, de un humor bien ácido, aunque con un ego con el que a ratos se tropezaba que atribuí a su juventud. Alargué lo más que pude nuestra conversación, muy interesado en lo que hablaba, llegando a compartir unas tres horas, dos sándwiches y dos cervezas, llegando emocionado e inquieto a casa, no sin antes, al despedimos, pedirle su celular para así coordinar cualquier ayuda que pudiera brindarle con su tesis en el futuro. Así fue cómo empecé a mandarle mensajes e insistí, insistí, e insistí con la única idea que se me ocurrió: juntarnos una vez más para así facilitarle otros narradores jóvenes, igual de jóvenes e interesantes y críticos que yo, para que pudiera añadir a su investigación. Autores que ya empezaban a ser mis amigos o que lo serían pronto. Esta vez sin embargo, aludiendo ella a falta de tiempo, nos juntamos mucho más a la pasada, afuera del Consejo de la Cultura en Valparaíso. Para la ocasión le llevé Hombres Maravillosos y Vulnerables de Pablo Toro, Valpore de Cristóbal Gaete, Cielo Negro de Simón Soto, Valporno de Natalia Berbelagua, Camanchaca de Diego Zúñiga, entre algún otro que ya no recuerdo. Todos libros en su primerísima primera edición, comprados en sus lanzamientos y con la dedicatoria pertinente la mayoría. Ella los recibió y se fue.  Era obvio desde un comienzo pero me tardé dos semanas en darme cuenta de que ya no respondía mis mensajes. Dejé de insistir aunque cada cierto tiempo le daba algún like en sus estados. Ella me escribió un año y medio después por el chat, contándome de su intensión de devolverme los libros pero nunca hizo nada más por concretarlo. Tiempo después, me eliminó. No solo me sentí tonto y patético por mi entusiasmo gratuito sino que de alguna forma simbólica sentí que le había fallado a todos los narradores jóvenes del mundo.

5. Vivía en Santiago Centro y tenía un nuevo mejor amigo. Compartíamos casi todos los días. Cheleábamos, poco porque no le gustaba mucho el copete. Buscábamos conciertos. Fiestas. Teníamos ganas de organizar cosas. Estábamos descubriendo los alrededores. Hablábamos mucho de música y eso es lo que más me gusta pero él estaba teniendo un impulso literatoso y quería coleccionar libros y hablar lo más que pudiera de ello y sobre todo conmigo. Yo lo ridiculizaba cada vez que intentaba llevarme en esa dirección, le decía que estaba obsesionado con el formato capitalista del libro, que quería juntarlos como en vitrina, que solo le interesaban las novedades, los libros de los que hablaban en las mierdas de El Mercurio y Copesa, o en la mierda de El País, y los que pudiera conseguir gratis por canje y eso no era literatura, que no me interesaba conversar de eso y le cambiaba el tema. No creía eso, en realidad. Lo decía por molestarlo. Nueve años antes yo nunca había salido del horroroso Chile, y no me alejé mucho cuando una prima me invitó por una semana a Mendoza, pero recuerdo que justamente leyendo las mierdas de El Mercurio y Copesa, me había enterado de un hecho horrible: existía un libro de la Naomi Klein, que era su hit, se llamaba No Logo, que en Chile, y solo se podía encontrar en las más exclusivas librerías de Santiago, costaba arriba de los 60.000 pesos en una edición española, en cambio en Argentina, era posible encontrarlo en edición local y en todas las librerías a 11.000 pesos y eso era un libro caro en la primera Argentina de Kirchner. Como se trataba de un hecho clave en la relación entre cultura y mercado, me lo traje. No Logo era buenísimo. Un libro terrible que nos develaba un sistema de explotación actual y no de la guerra fría, muy entretenido de leer, rápido, a medias entre la investigación y la reflexión sobre el marketing y la industria. Lo usaba en clases y quizá por esa razón apareció dentro del bolso de la ropa sucia uno de esos días en que mi amigo santiaguino me facilitaba la lavandería del edificio en que vivía, frente a la que ideamos todo un plan para que el conserje no lo notara. La última vez que vi No Logo, lo saqué de entre los calzoncillos sucios y lo puse sobre una máquina secadora gigantesca. Recordé que lo dejé ahí muchas semanas después. Mi amigo no se atrevió a preguntarle al conserje por si lo había visto.

6. Se me ocurren muchas más pero voy a cerrar con esta que fue la más dolorosa. Cuando me vine por segunda vez a Santiago. Luego de haber vuelto por un rato a la casa de mi abuela y mi familia en Playa Ancha, me vine sin nada. Solo con unos ahorros y la plata de un premio. En realidad no había mucho que cargar salvo mis reliquias, mis libros, ya era torpe seguir juntando cassettes y vhs's y dvd's. Me vine sin nada, sin siquiera haber encontrado trabajo o un lugar donde vivir, pero fui buscando, mientras me quedaba en casa de un amigo. Mi mamá, por ayudarme, embaló todas mis cosas y sin avisarme me las mandó con una tía. Al menos eso me dijo unos días después, que me había mandado mis cajas y que una tía me las iba a traer al departamento diminuto que recién había encontrado. Mi tía y mi mamá son hermanas y siempre han tenido una forma muy extraña de comunicarse, así que no fue extraño enterarme de que mi tía jamás me iba a ir a dejar mis cosas, sino que las había llevado a una parcela en el campo y frente a mi insistencia me dijo que podía ir a buscarlas allá, que al menos era más cerca que irlas a buscar a Valparaíso. En realidad no entendí cómo esto me ayudaba en mi traslado. El asunto es que mis cajas, que yo calculaba eran casi puros libros, estuvieron más de un año en esa parcela hasta que mi tía las llevó a su casa en Ñuñoa en donde estuvieron un par de meses más, porque no se me ocurría nadie con vehículo a quien pedirle ayuda -tengo muy pocos amigos con auto- hasta que me dio el ultimátum: mi tía quería vaciar la pieza que parecía bodega por mis cajas, así que debía irlas a buscar si no las llevaría de vuelta a su parcela. Fui a buscarlas entonces con la idea de después pedirme un safer taxi para volver a mi comuna, pensando en si cabrían o no todas en él. Mi sorpresa fue el notar que solo había tres cajas. Era imposible que unos mil libros cupieran en tres cajas ¿y mi ropa? ¿y mis juguetitos -action figures-? ¿mis discos? ¿mis películas? Esto es bien desastroso y, si bien terminé discutiendo con mi mamá por no recordar cuántas cajas había embalado y si las había enviado todas, decidí disculparme unas horas más tarde y cerrar el capítulo cuanto antes, calculo haber perdido dos tercios de mi biblioteca. Algunos libros valiosos y otros que no se me ocurre cómo recuperar. A la rápida: La Poesía Chilena de Juan Luís Martínez que compré a un poeta en apuros por 15.000 pesos -si es que se encuentra, llega a costar hasta cuatro veces eso-, dos novelas de Kiko Amat que adquirí por la web de la librería Antártica pero que no volvió a existir en territorio chileno ni latinoamericano. Calducho de Hernán Castellano Girón, un libro emblemático sin duda, por su alta calidad literaria pero también por su lamentable historia al haber sido aniquilado por su propia editorial, Planeta, que no tuvo ánimo ni de difundir ni de salvar de la guillotina, a donde fueron a dar miles de ejemplares y que yo compré una feria de libros usados afuera de la Intendencia de Valparaíso. Mi edición de Lanchas en la Bahía de Manuel Rojas y de La Metamorfosis de Kafka, una comprada, con los ahorros que junté a los catorce años, en la feria de las pulgas de plaza O'Higgins y la otra la primera vez que pedí un libro en la biblioteca y que en primera instancia olvidé devolver pero luego la vergüenza me lo impidió. En realidad son demasiados, pero creo que ya habrán entendido la idea de este texto. Perder libros es doloroso, sin duda, pero también inevitable. Lo importante no es el lugar que ocupen en un mueble, sino en nuestra propia biblioteca, que es muy distinto.

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