Cuento: Silencio Hospital



Doctor, doctor, doctor run here and see
I don’t think the job the nurse is giving me
The New York Dolls, Pills

Es mi mamá. Algo le pasa, no puede respirar bien y le duele el brazo.
Es lo primero que pronuncia Rubén Soto al llegar a la ventanilla del SAPU de Playa Ancha, luego de doce minutos de espera en la fila. Su mentón manifiesta un ligero temblor y siente un sudor helado cayendo desde su frente. Son las dos de la madrugada y un frío violento le hace salir un vaho espeso de la boca. Tose. Se toca la nariz y la siente helada. Hace doce segundos emitió la frase y aún no hay respuesta. El tipo tras la ventanilla revisa unos papeles, luego se pone los anteojos y sin mirar de frente a Rubén le dirige unas preguntas para llenar un formulario.
―¿Cuál es el nombre de la señora?
Mi mamá se llama Ana.
―¿Ana cuánto?
Ana Ojeda.
Bien. ¿Me dice que tiene dolor en el pecho?
No. En el pecho no. En el brazo. Y dice que no puede respirar bien.
Deje anotarlo. ¿Más o menos qué edad tiene la señora?
Cincuenta y seis.
Ya el tipo de la ventanilla anota. Luego consulta algo con una mujer sentada a su lado. ¿Tiene problemas al corazón su mamá?
No. Nunca ha tenido de esos problemas.
―¿Fuma la señora?
No. Dejó el cigarro hace como diez años.
―¿Qué plan de salud tiene la señora?
No lo sé.
―¿No lo sabe?
Sí. Sí lo sé. Fonasa, creo.
Fonasa marca una opción en la planilla. Espere. Lo llamamos en un rato más.
Está bien. Gracias Rubén se retira y dirige su mirada al asiento en el que su madre lo espera. Luego se devuelve a la ventanilla, algo agitado. Espere. Disculpe. Esto es una emergencia.
Señor, tranquilo. Lo llamaremos luego.
La sala de espera está al aire libre. Hay cerca de sesenta personas. En los asientos solo están los afectados y ancianos, de pie sus acompañantes o los que tienen menos urgencia de ser vistos por un doctor. Sin embargo, todos deben respetar el orden de llegada. Esta noche el SAPU parece colapsado. Solo se ven unos pocos individuos del personal a cargo que se asoman de vez en cuando, y los rostros de las personas afuera evidencian haber estado mucho rato esperando por ser atendidos. En eso aparece una mujer crespa y morena en la puerta y grita a viva voz cuatro nombres con sus respectivos apellidos. Los convocados entran. La puerta se vuelve a cerrar con seguro.
―¿Estás bien, viejita? pregunta Rubén con algo de resignación en el rostro.
Me duele el brazo, mijito.
Tranquila, mamá. Ya la van a atender.
―¿Es el corazón, cierto?
No, mamá. No creo que sea el corazón. Debe estar tranquila, al menos ya llegamos silencio. Necesito un pucho. La estaré viendo desde allá. ¿Está bien?
Rubén saca uno de los seis Belmont Light que le quedan en la cajetilla guardada en el bolsillo de su camisa, a la altura del pecho, y empieza a buscar su encendedor. Recuerda que lo dejó en casa. Ve a un tipo de pelo largo y una polera negra que dice Sumo con letras rojas y le pide fuego. Enciende el cigarrillo. Nunca había venido a este lugar. Lo encuentra feo. Chico. Denigrante. Y la gente parece estar muerta. Sus rostros no tienen expresión. Le recuerda a las cirugías del doctor Vidal. El de la tele. A algunos rostros que tras ser operados dejan de tener expresión, como maniquís extraviados en bodegas baratas tras un desastre nuclear. Recuerda un capítulo en especial en que una actriz medianamente famosa se puso tetas, y recuerda haberse excitado y empezado a masturbarse en la oscuridad tenue de su habitación justo en el momento en que su hija entró. Hubo un silencio y la niña se fue. Nunca más hablaron del tema. Rubén tiene treinta y cinco años, mide cerca de un metro ochenta y pesa noventa y seis kilos; es soltero y trabajaba hasta ayer de guardia en un supermercado. Pero no solo eso. Además dateaba a ciertos amigos sobre las deficiencias del lugar de trabajo de turno ya ha tenido siete en los últimos dos años para que entren a robar la tienda de forma que todo parezca un descuido de su parte. Luego del robo nadie puede asegurar que él haya tenido algo que ver, pero de todas maneras, tras el saqueo, los guardias siempre son despedidos. No le importa mucho, por dos razones: en primer lugar, sus amigos saben indemnizarlo bien luego de realizado el negocio; y porque, en realidad, les teme. No se atreve a negarse a ser parte importante de esa empresa que asumió como lo más parecido a un trabajo
estable en su vida.
El cigarrillo se ha consumido y solo le dio tres      piteadas. Vuelve donde su madre. 
―¿Te acuerdas de cuando eras chico? le dice, mirándolo a los ojos, con cierta deficiencia en el habla. Una vez te picó una araña. Y te llevé a urgencias. Pero no fue acá, fue en otro lado.
Sí. Lo recuerdo, mamita.
Estábamos preocupados con el viejo. Pensamos que te había picado una araña de rincón. Tu brazo estaba hinchado. Parecías un musculoso de esos de la tele Rubén
sonríe. Tuvimos que esperar como una hora para que te atendieran. Al final el doctor dijo que no era nada. Que fuimos a puro tontear, que eras alérgico a los insectos. Eso era todo.
Sí. Mi única debilidad. Puedo evitar un asalto, pero una avispa me caga de inmediato
Ríen.
Te portaste como todo un hombre. No lloraste dice la madre sonriendo. Siempre has sido un cabro fuerte y valiente. Nunca te lo he dicho, pero estoy muy orgullosa de ti dice esto y suelta unas lágrimas repentinas.
Mamita, tranquila dice Rubén, sonriendo y acariciándole el pelo. Yo soy el que está orgulloso de usted.
Sé que no me he portado muy bien y que no he ido mucho a verla este año.
Si has ido harto a la casa.
Pero no tanto como usted quisiera, mamita.
Bueno, no tanto.
Es que he tenido muchas cosas que hacer. Pero bueno, ahora estamos aquí y estamos esperando a que algún doctorcito de mierda se digne a verla y va a estar bien, y vamos a hablar de esto en otro momento, en su casita.
Se abre nuevamente la puerta del recinto, aparece un conserje y sale la misma mujer de antes. Canta cinco nombres y cinco apellidos. Salen ocho personas de entre la gente de pie y dos de los sentados y se acercan a la puerta. Rubén ve sus caras e intenta recordar si alguna de ellas estuvo delante de él en la fila para deducir si está cerca el turno de su madre, pero no reconoce a ninguno. Después mira a su alrededor y ve que la gran mayoría de los que hicieron la fila con él están ahí, esperando.
Mientras, la fila sigue estando intacta, con nuevas personas pero manteniendo las mismas dimensiones.
Rubén ve llegar a dos tipos que cargan a un tercero al que le cuelga el pie. Una rotura, no hay duda, piensa. Y lo sientan cerca de él. La pierna rota se mueve como una piñata o, peor, como una gelatina dentro del jeans. Uno de los amigos hace la fila mientras el otro va directo a la ventanilla.
Regresa con su compañero, reclamando algo en voz baja, treinta segundos después.
Rubén siente ganas de fumarse un nuevo cigarrillo, pero prefiere quedarse un rato más con su madre. La mira.
Ella lo mira. Parece dormida a pesar de llevar sus ojos negros y cansados abiertos. Ha pasado una hora y veinticinco minutos. El frío ya no importa, nunca fue para tanto tampoco.
Y el sueño es lo de menos, Rubén está acostumbrado a vivir de noche. Su madre parece no correr riesgo, aunque él carga la desesperación de todo aquel que desconoce lo que tiene en frente.
Tu padre me engañaba.
―¿Qué dice, mamita? No hable huevás.
Siempre me engañó. Como con ocho mujeres por lo menos, el viejo de mierda. Se desaparecía por días enteros y llegaba borracho cada vez que recibía plata.
Pero eso no significa... ¡Ay, mamá! Cállese mejor. ¿O se le pasó a la cabeza el dolor, ah? Le afecta la mente, parece.
Una vez me quiso levantar la mano. Pero no pudo. Después se puso a llorar. Estaba curado ese día. ¿Cuántos años tenías cuando murió el viejo?
No sé en realidad, Rubén lo sabía muy bien. Como catorce parece.
―¿Alguna vez le pegaste a la mamá de mi nieta?
No, mamá. De verdad pienso que está hablando tonteras, mejor quédese calladita.
―¿Le fuiste infiel?
No.
―¿Y por qué no están juntos si se querían tanto?
Mamá, se lo he dicho ya. Son cosas que pasan.
Jocelyn era una buena mujer para ti. Es una buena mamá y cuida muy bien a la niña.
Sí, mamá. Lo sé.
―¿Y por qué no están juntos?
Lo mismo me pregunto yo.
Un fuerte ruido en la calle llama la atención de todos los que esperan afuera del SAPU. Se escucha el bravo patinaje de unos neumáticos y luego un auto se detiene en la entrada del recinto. Rubén estira los músculos por sobre su altura para divisar algo entre los que acuden al vehículo: solo personas que esperan ser atendidas. De entre la multitud dos tipos cargando a alguien. Está inconciente y sangrando. Mucho. El auto parte velozmente y la gente se queda murmurando. Alguien golpea la puerta de la sala de urgencias. Aparece el conserje. Al rato después la mampara de vidrio se abre y dos tipos sacan una camilla, suben al tipo sangrando y lo entran.
El conserje echa una última mirada.
La puerta se vuelve a cerrar.
Rubén se queda mirando el camino que, a punta de gotas de sangre, ha dejado el accidentado que acaba de pasar. La sangre parece ser la única emergencia en este lugar. Piensa en que sería una buena idea cortarse un brazo o algo así para pasar de igual forma que el de la camilla y llevar consigo a su madre. Mira al tipo de la pierna rota. Aún sentado.
Conversando con una señora a su lado que parece estar muy resfriada. También observa por un instante a dos muchachas de unos veinte años que conversan; una está al borde de las lágrimas, la otra la consuela. ¿Quién sangrará más a la hora de ser traspasado por una navaja?, se pregunta. ¿El hombre de la pierna que cuelga o las dos niñas en espera de ser atendidas por un familiar al borde de la muerte? Quién sabe.
Un cigarrillo.
Ya es inevitable.
Se aleja de su madre. Fuma.
Cuatro nuevos nombres con sus apellidos son convocados:
Alejandro Biafra.
Diana Bay Ray.
Alberto Flauride.
Damián Peligro.
Rubén no reconoce en ellos a ninguno de los que vio por delante de él en la fila. Echa un vistazo a su madre. Se está rascando la cabeza y su rostro evidencia un malestar in crescendo. Se dirige a la ventanilla, pasando por alto la fila de seis personas. Nervioso.
Mi mamá está mal. Llevamos casi dos horas acá.
Señor. Queda poco. Hoy estamos un poco colapsados. Le pido que se tranquilice por favor. ¿Cómo se llama su mamá?
Ana. Ana Ojeda. Creo que tiene un infarto.
―¿Sí?
Sí.
Espere. Veré qué se puede hacer.
El tipo de la ventanilla se pone de pie y entra a una habitación. Sale al minuto después.
Va a tener que esperar. Solo un poco. A lo más media hora.
Rubén siente deseos de romper el vidrio de la ventanilla, tomar por el cuello al hijo de puta del otro lado y romperle la nariz en seis diminutas partes. Vuelve al lado de
su madre.
Mañana quiero que me lleves a la niña, ¿ya, mijito?
Mañana no puedo, mamá. En tres días más me la pasan.
Oh. No importa.
Rubén se queda mirándola un rato, luego baja la mirada hasta el suelo.
Está bien, viejita. Mañana la paso a buscar y la llevo a su casa. Vamos a estar los tres juntos.
Eres un buen padre.
Lo intento, mamá. Lo intento.
Recuerda una escena en particular. Está en el baño. Bebiendo agua. Está borracho. Se ha tomado dos cajas de vino Santa Helena en el transcurso de la tarde. Enseguida va a la habitación. Está oscuro y ahí en el medio, en cuclillas junto a
su cama, está su hija, ve su pequeña silueta plomiza. Se acerca un poco. La niña tiene una pistola en sus manos. La niña se sorprende al voltearse. No suelta el arma, hay una caja junto a ella.
Papá, ¿por qué tienes tantas pistolas?
Hija, pásame eso le dice indicándole con un gesto . Pásemela.
La niña no la entrega. Rubén se acerca lentamente, procurando no tropezar.
Pásame la pistola te digo. Son de unos amigos. Pásame esa pistola. Me voy a enojar. Se aproxima lo suficiente como para poder arrebatársela en un solo movimiento, pero la niña la entrega en forma voluntaria.
No quiero que nadie sepa de esto, ¿ok? Tu mamá menos que nadie. Son unas pistolas que yo le guardo a unos amigos.
Mira la que tiene en la mano. Es de las pequeñas. Pero de las más putonas. La Glock .9mm. Semiautomática. Largo de cañón de cuatro pulgadas. Quince disparos. Alza de mira en punto blanco. Lejos su tesoro más preciado. La pone en la caja, junto a las otras armas, y la guarda bajo la cama. En seguida se voltea hacia su hija y le besa la frente. La abraza.
Se duerme en el piso a su lado.
Fin de los recuerdos.
Seis nombres y apellidos son los que llaman esta vez.
No reconoce a ninguno de los de la fila. Rubén se pone de pie y golpea enérgico la pared de concreto tras el asiento de su madre. Ella lo queda mirando.
Me duele, hijo.
Si sé, mamá. ¿Qué querrán estos culiaos para atenderla? dice en voz alta, al borde del grito. ¿Cómo mierda esperan que la gente se sane si ni siquiera la reciben?
La gente empieza a murmurar a su alrededor. Se queda mirando a unos, en busca de complicidad, pero nadie le devuelve el vistazo. Prefieren dirigir las pupilas hacia un punto neutro, cosa de no verse involucrados.
Está bien. Mamá, póngase de pie.
―¿Nos vamos?
No. Vamos a pasar.
La madre hace un intento considerable por ponerse de pie con la ayuda de su hijo. Lo logra y camina de su brazo.
Se dirigen a la puerta del SAPU. Coincide justo con que esta se abre y salen unas doce personas, mirando sus recetas médicas con una fe incomprensible. Rubén se acerca al conserje y lo llama a través de un gesto con el dedo índice. El conserje se acerca curioso y atento. En ese instante Rubén pasa el brazo por sobre su cuello y lo saca del lugar tras la puerta con un movimiento enérgico, mientras mete su otra mano al bolsillo y siente la dureza de su FIE Titan .9mm. arma con la que sale solo cuando cree que estará medianamente seguro; para otras ocasiones saca a pasear otras más peligrosas y eficientes; le apunta y posa violento el arma en su cabeza, al punto de causar dolor en medio de las cejas al conserje. Este cae de rodillas al suelo. Y Rubén observa el tatuaje a un costado de su joyita: SUPER TITAN – CALL.. 380 ACP – MADE IN ITALY / F.I.E. – MIAMI – FLA, y recuerda lo que tiene inscrito en su otro costado: READ. WARNINGS BEFORE USING GUN / MANUAL FREE FROM F.I.E MIAMI FLA, que sin tener la mínima idea de lo que significa se lo recita de memoria mejor que el padrenuestro.
Déjame entrar, culiao. Van a atender a mi mamá ¿me oíste?
De un empujón abre la totalidad de la puerta y se escuchan los gritos sorpresivos de la gente de afuera. La puerta se cierra. Con un movimiento brusco y sin soltar de la solapa al conserje, Rubén lo pone de pie. Su madre está a su lado con las córneas a punto de salírseles, pero, sin chistar, acompaña la campaña de su hijo, como toda madre debe hacer. Adentro nadie se percata, salvo una niña que aguarda en un asiento al fondo. No emite ningún sonido, pero mira fijamente el cuadro mientras derrama un vaso de agua.
―¿Quién chucha va a atender a mi mamá? grita Rubén― ¡Se está muriendo de un ataque al corazón, por la mierda!
Dos mujeres del personal médico las delatan sus delantales blancos llegan a la escena, pero sueltan gritos casi histéricos al notar lo que está sucediendo. Rubén pone la pistola sobre la oreja del conserje.
―¿Dónde está el doctor?
No hay respuesta, pero sí gestos. Aparecen dos tipos más. No parecen doctores.
Pregunté dónde mierda está el doctor repite Rubén, ahora a través de gritos, golpeando la frente del conserje con la punta de la FIE Titan .9 mm.
El doctor. El doctor está descansando en estos momentos dice una de las mujeres tartamudeando.
Aparece un tercer tipo con una silla de ruedas. Se acerca temblando a Rubén indicándole con la mano derecha que no haga nada. Luego mira a la madre. Rubén le dice que se siente. Lo hace. Y la madre se larga a llorar.
Rubén golpea con el arma la nuca al conserje y lo deja caer desmayado al suelo. Procura cerrar bien la puerta de entrada sin dejar de mirar al personal médico. Apunta el arma en dirección a ellos. Las dos mujeres gritan. Avanza y se abre paso hacia dos puertas que están al final de la sala. Abre una. Está oscura. Está vacía.
La siguiente puerta conduce a una habitación blanca, con una camilla, un escritorio y absolutamente nada más.
También está vacía. Rubén cierra de un portazo y da la vuelta.
Vuelve a apuntar al personal.
―¿Dónde está el doctor?
Está al fondo de este pasillo le indica uno.
Se dirige al lugar.
La puerta está cerrada con llave. Dispara a la cerradura y la abre.
Adentro alcanza a ver al doctor, sorprendido subiéndose los pantalones de forma lerda. Hincada en el suelo hay una mujer, también con delantal, limpiándose los labios con las manos, corriéndose el rush. Se pone de pie y corre tras el doctor. Ambos, al notar el revólver, hacen gestos con las manos, como si con cinco dedos bastara para frenar una bala.
Como el Superman obeso de la serie de los cincuenta.
No puedo creer esta mierda. Realmente es una situación de mierda. ¿Soi el doctor?
No hay respuesta.
―¡Respóndeme cuando te hable, conchetumadre! ¿Erís el doctor, hijoeputa? ¿Erís el doctor?
Sí, señor. Yo soy el doctor de turno. Elías Domínguez.
Rubén se sorprende del acento del doctor.
―¿Erís peruano, mierda? Hijoeputa.
―¡No! ¡No soy peruano! grita asustado al ver que, al formular la última pregunta, Rubén apuntaba con mayor precisión Soy Nicaragüense, no peruano. Nicaragüense, de Nicaragua. De Nicaragua.
―¿Y estás culiando en lugar de atender gente, conchetumadre?
Son mis cinco minutos de descanso. Estoy acá desde las nueve de la noche. Y ella me acompañaba, nada más.
El doctor se quiebra. Se desarma en pedazos. Se pone a llorar y tiembla por cinco segundos, luego de eso recupera medianamente la compostura. Rubén se acerca al doctor. La mujer que está tras él suelta un grito y sale corriendo de la habitación. Rubén lo queda mirando fijo. El doctor Domínguez intenta hacer lo mismo. Rubén le da un fuerte puñetazo en la quijada y lo echa al suelo. Le escupe. Lo obliga a pararse de un tirón. Y le pone la pistola en la espalda.
Avanza, huevoncito. Avanza. Vas a salvar a mi mamita, ¿entendiste?
El doctor suelta la vejiga y deja escurrir su orina, la humedad ennegrece sus pantalones café, pero sigue caminando, temblando, guiado desde atrás por Rubén. Al aparecer frente a su madre, a quien el dolor se le vuelve insoportable, empuja al médico al suelo. Este se levanta y empieza a revisar el pulso de la madre de Rubén con una torpeza evidente.
Necesito entrar con ella a la sala dice el doctor Domínguez con miedo, mirando a Rubén no precisamente a los ojos.
Pasen, pero no cierren la puerta.
El doctor toma la silla de la madre de Rubén y avanza hasta la camilla de la sala. Adentro, los dos paramédicos que han seguido toda la escena lo ayudan a levantar a la mujer y acostarla. En eso, un tercer paramédico se avalanza sobre Rubén con una jeringa. Rubén se ve sorprendido y suena el estruendo de una bala abandonando el arma. Dio en el pómulo del paramédico. Deja caer la jeringa. Se escuchan gritos contenidos a su alrededor y cae hincado al suelo.
―¡Mierda! se lamenta Rubén con cierta rabia; luego apunta al cuerpo del herido y vuelve a disparar. Esta vez en el pecho. ¿Qué acaso no dije que no hicieran nada estúpido?
Bueno, ahora lo digo. ¡Sigue en lo tuyo, hijoeputa! grita al doctor, al notar que se había quedado viendo espantado lo ocurrido.
El doctor abre un cajón de un escritorio y saca todas esas arañas metálicas que acostumbran a usar los médicos.
Hace una que otra cosa. Finalmente, mira a Rubén afuera de la sala.
Es un resfrío. No muy grave. Hay que inyectarle dipirona y se pondrá bien.
Rubén lo queda mirando.
Doctor, ¿usted es huevón o qué? ¿No se da cuenta de que mi vieja se está muriendo? ¡Y me viene con esa mierda de que es un resfrío! Tiene un infarto. ¡Haga lo que tenga que hacer a cualquier persona que esté teniendo un infarto frente
a usted!
Rubén lo apunta enérgico y seguro.
No puedo hacer nada dice el doctor, y vuelve a soltar lágrimas, no estamos equipados para una cirugía.
Tiene que ir a otra parte. Podemos llevarla allá apenas llegue una de las ambulancias.
―¿Qué chucha hacen acá? ¿Tienen fiestas? ¿Orgías? ¿De qué sirve toda esta puta mierda si no hacen lo que tienen que hacer? dice Rubén bordeando sinuosamente
los decibeles del grito― ¿Este es un trabajo decente para ustedes? ¡No somos animales! ¡Somos personas! Y nos tienen afuera, esperando tres horas para poder entrar y nos digan que tenemos un resfrío. ¿Para qué les pagan, culiaos? ¿Para mejorar a la gente? ¿O para que no se mueran tantos? No tengo dinero. Lo sé. Trabajo para mantener a mi hija, aunque su padrastro le aporta más que yo. Mi vieja recibe una jubilación de mierda, pero es digna y es honesta. ¡Ella no merece morir esperando su turno mientras usted se culea a esta puta, doctor!
No es nuestra culpa. El sistema de salud está... frase emitida por una de las representantes del personal médico femenino. Ahora yace en el suelo con una bala en medio de la frente.
Nuevos gritos. Nuevos llantos.
Se escuchan sirenas. Están afuera. A lo menos dos o tres patrullas.
Hijo dice Ana a Rubén. Rubén se acerca rápido a su madre.
―¿Sí, mami? silencio. Mami. Dígame, mamita. ¿Mamá?
Ana Ojeda fallece a las cuatro de la madrugada con cuarenta minutos. Rubén no deja escapar llanto ni lamento alguno. Sin embargo, no deja de mirarla fijamente. Luego vuelve a apretujar el revólver en su mano derecha. Y lo dirige lentamente al doctor Domínguez. El doctor empieza a llorar desesperado. Y Rubén hace la más fina pero a la vez más brutal de las maniobras con su muñeca derecha. Se escucha un fuerte disparo en todo el recinto.
Cuatro carabineros fueron testigos de la escena final, segundos después de que hubo concluido como la más trágica de las óperas wagnerianas. El doctor en cuclillas apoyado en la pared. Llorando y rezando. En la camilla el cuerpo de Ana Ojeda, muerta de un infarto al corazón que la tuvo agonizando unas doce horas. Y en el suelo, el cuerpo sin vida de Rubén Soto. El proyectil de su propia pistola había entrado por su boca y había roto por completo su nuca, tiñendo de sangre y sesos la blancura de la sala del SAPU. Los periódicos de los días siguientes podían especular muchas cosas, inventar un montón de historietas masturbatorias para justificar los sucios empleos de sus cerdos periodistas provincianos de sección policial, y no faltarían quienes hicieran sus análisis sociales sobre el lumpen y el rol del gobierno. MATANZA
EN EL SAPU, titularía El Mercurio de Valparaíso.LOCO ARREMETE EN CONSULTORIO, saldría en la portada de La Estrella. Las versiones cambiarían. En unas, Rubén Soto era un delincuente drogadicto. En otras, un demente.

Lo único cierto, a fin de cuentas, era que Ana y Rubén, madre e hijo, fallecieron la misma noche con tan solo unos minutos de diferencia.



© Daniel Hidalgo
(Cuento perteneciente al libro Canciones punk para señoritas autodestructivas, 2011)

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