I don’t think the job
the nurse is giving me
The New York Dolls, “Pills”
―Es mi mamá.
Algo le pasa, no puede respirar bien y le duele el brazo.
Es
lo primero que pronuncia Rubén Soto al llegar a la ventanilla del SAPU de Playa Ancha, luego de
doce minutos de espera en la fila. Su mentón manifiesta un ligero temblor y siente un sudor helado cayendo
desde su frente. Son las dos de la madrugada y un frío
violento le hace salir un vaho espeso de la boca. Tose. Se toca la nariz y la
siente helada. Hace doce segundos emitió la frase y aún no hay respuesta. El tipo tras la ventanilla revisa unos
papeles, luego se pone los anteojos y sin mirar de frente a Rubén
le dirige unas preguntas para llenar un formulario.
―¿Cuál
es el nombre de la señora?
―Mi mamá
se llama Ana.
―¿Ana cuánto?
―Ana Ojeda.
―Bien. ¿Me dice que tiene dolor en el
pecho?
―No. En el pecho no. En el brazo. Y dice que no puede respirar
bien.
―Deje anotarlo. ¿Más
o menos qué
edad tiene la señora?
―Cincuenta y seis.
―Ya ―el tipo de la ventanilla anota. Luego
consulta algo con una mujer sentada a su lado―. ¿Tiene problemas al corazón su mamá?
―No. Nunca ha tenido de esos problemas.
―¿Fuma la señora?
―No. Dejó
el cigarro hace como diez años.
―¿Qué
plan de salud tiene la señora?
―No lo sé.
―¿No lo sabe?
―Sí.
Sí
lo sé.
Fonasa, creo.
―Fonasa ―marca una opción
en la planilla―. Espere. Lo llamamos en un rato más.
―Está
bien. Gracias ―Rubén se retira y dirige su mirada al asiento en el que su madre lo
espera. Luego se devuelve a la ventanilla, algo agitado―.
Espere. Disculpe. Esto es una emergencia.
―Señor,
tranquilo. Lo llamaremos luego.
La
“sala de espera” está
al aire libre. Hay cerca de sesenta personas. En los asientos solo están
los afectados y ancianos, de pie sus acompañantes o los que tienen menos urgencia de ser vistos por un doctor.
Sin embargo, todos deben respetar el orden de llegada. Esta noche el SAPU
parece colapsado. Solo se ven unos pocos individuos del personal a cargo que se
asoman de vez en cuando, y los rostros de las personas afuera evidencian haber
estado mucho rato esperando por ser atendidos. En eso aparece una mujer crespa
y morena en la puerta y grita a viva voz cuatro nombres con sus respectivos
apellidos. Los convocados entran. La puerta se vuelve a cerrar con seguro.
―¿Estás
bien, viejita? ―pregunta Rubén
con algo de resignación
en el rostro.
―Me duele el brazo, mijito.
―Tranquila, mamá. Ya la van a atender.
―¿Es el corazón,
cierto?
―No, mamá.
No creo que sea el corazón.
Debe estar tranquila, al menos ya llegamos ―silencio―. Necesito un pucho. La estaré viendo desde allá. ¿Está bien?
Rubén
saca uno de los seis Belmont Light que le quedan en la cajetilla guardada en el
bolsillo de su camisa, a la altura del pecho, y empieza a buscar su encendedor.
Recuerda que lo dejó
en casa. Ve a un tipo de pelo largo y una polera negra que dice Sumo con letras
rojas y le pide fuego. Enciende el cigarrillo. Nunca había
venido a este lugar. Lo encuentra feo. Chico. Denigrante. Y la gente parece
estar muerta. Sus rostros no tienen expresión. Le recuerda a las cirugías del doctor Vidal. El de la tele. A algunos rostros que tras ser
operados dejan de tener expresión, como maniquís extraviados en bodegas baratas tras un desastre nuclear.
Recuerda un capítulo
en especial en que una actriz medianamente famosa se puso tetas, y recuerda
haberse excitado y empezado a masturbarse en la oscuridad tenue de su habitación
justo en el momento en que su hija entró. Hubo un silencio y la niña se fue. Nunca más hablaron del tema. Rubén tiene treinta y cinco años, mide cerca de un metro ochenta y pesa noventa y seis kilos; es
soltero y trabajaba hasta ayer de guardia en un supermercado. Pero no solo eso.
Además
dateaba a ciertos amigos sobre
las deficiencias del lugar de trabajo de turno ―ya ha
tenido siete en los últimos
dos años― para que entren a robar la tienda de forma que todo parezca
un descuido de su parte. Luego del robo nadie puede asegurar que él
haya tenido algo que ver, pero de todas maneras, tras el saqueo, los guardias
siempre son despedidos. No le importa mucho, por dos razones: en primer lugar,
sus amigos saben indemnizarlo bien luego de realizado el negocio; y porque, en
realidad, les teme. No se atreve a negarse a ser parte importante de esa
empresa que asumió
como lo más
parecido a un trabajo
estable en su vida.
El
cigarrillo se ha consumido y solo le dio tres piteadas.
Vuelve donde su madre.
―¿Te acuerdas de cuando eras chico? ―le
dice, mirándolo
a los ojos, con cierta deficiencia en el habla―. Una
vez te picó
una araña.
Y te llevé
a urgencias. Pero no fue acá, fue en otro lado.
―Sí.
Lo recuerdo, mamita.
―Estábamos
preocupados con el viejo. Pensamos que te había picado una araña de rincón.
Tu brazo estaba hinchado. Parecías un musculoso de esos de la tele ―Rubén
sonríe―. Tuvimos que esperar como una hora para que te atendieran.
Al final el doctor dijo que no era nada. Que fuimos a puro tontear, que eras alérgico
a los insectos. Eso era todo.
―Sí.
Mi única
debilidad. Puedo evitar un asalto, pero una avispa me caga de inmediato
Ríen.
―Te portaste como todo un hombre. No lloraste ―dice
la madre sonriendo―. Siempre has sido un cabro fuerte y
valiente. Nunca te lo he dicho, pero estoy muy orgullosa de ti ―dice esto y suelta unas lágrimas repentinas.
―Mamita, tranquila ―dice Rubén,
sonriendo y acariciándole
el pelo―. Yo soy el que está
orgulloso de usted.
Sé
que no me he portado muy bien y que no he ido mucho a verla este año.
―Si has ido harto a la casa.
―Pero no tanto como usted quisiera, mamita.
―Bueno, no tanto.
―Es que he tenido muchas cosas que hacer. Pero bueno, ahora estamos
aquí
y estamos esperando a que algún doctorcito de mierda se digne a verla y va a estar bien, y vamos
a hablar de esto en otro momento, en su casita.
Se
abre nuevamente la puerta del recinto, aparece un conserje y sale la misma
mujer de antes. Canta cinco nombres y cinco apellidos. Salen ocho personas de
entre la gente de pie y dos de los sentados y se acercan a la puerta. Rubén
ve sus caras e intenta recordar si alguna de ellas estuvo delante de él
en la fila para deducir si está cerca el turno de su madre, pero no reconoce a ninguno. Después
mira a su alrededor y ve que la gran mayoría de los que hicieron la fila con él están
ahí,
esperando.
Mientras,
la fila sigue estando intacta, con nuevas personas pero manteniendo las mismas
dimensiones.
Rubén
ve llegar a dos tipos que cargan a un tercero al que le cuelga el pie. Una rotura,
no hay duda, piensa. Y lo sientan cerca de él. La pierna rota se mueve como una piñata
o, peor, como una gelatina dentro del jeans. Uno de los amigos hace la fila
mientras el otro va directo a la ventanilla.
Regresa
con su compañero,
reclamando algo en voz baja, treinta segundos después.
Rubén
siente ganas de fumarse un nuevo cigarrillo, pero prefiere quedarse un rato más
con su madre. La mira.
Ella
lo mira. Parece dormida a pesar de llevar sus ojos negros y cansados abiertos.
Ha pasado una hora y veinticinco minutos. El frío ya no importa, nunca fue para tanto tampoco.
Y
el sueño
es lo de menos, Rubén
está
acostumbrado a vivir de noche. Su madre parece no correr riesgo, aunque él
carga la desesperación
de todo aquel que desconoce lo que tiene en frente.
―Tu padre me engañaba.
―¿Qué
dice, mamita? No hable huevás.
―Siempre me engañó. Como con ocho mujeres por lo menos, el viejo de mierda. Se
desaparecía
por días
enteros y llegaba borracho cada vez que recibía plata.
―Pero eso no significa... ¡Ay, mamá!
Cállese
mejor. ¿O se le pasó a la cabeza el dolor, ah? Le afecta la mente, parece.
―Una vez me quiso levantar la mano. Pero no pudo. Después
se puso a llorar. Estaba curado ese día. ¿Cuántos años
tenías
cuando murió
el viejo?
―No sé
―en realidad, Rubén lo sabía
muy bien―. Como catorce parece.
―¿Alguna vez le pegaste a la mamá de mi nieta?
―No, mamá.
De verdad pienso que está
hablando tonteras, mejor quédese calladita.
―¿Le fuiste infiel?
―No.
―¿Y por qué
no están
juntos si se querían
tanto?
―Mamá,
se lo he dicho ya. Son cosas que pasan.
―Jocelyn era una buena mujer para ti. Es una buena mamá
y cuida muy bien a la niña.
―Sí,
mamá.
Lo sé.
―¿Y por qué
no están
juntos?
―Lo mismo me pregunto yo.
Un
fuerte ruido en la calle llama la atención de todos los que esperan afuera del SAPU. Se escucha el bravo patinaje
de unos neumáticos
y luego un auto se detiene en la entrada del recinto. Rubén
estira los músculos
por sobre su altura para divisar algo entre los que acuden al vehículo:
solo personas que esperan ser atendidas. De entre la multitud dos tipos
cargando a alguien. Está
inconciente y sangrando. Mucho. El auto parte velozmente y la gente se queda
murmurando. Alguien golpea la puerta de la sala de urgencias. Aparece el
conserje. Al rato después
la mampara de vidrio se abre y dos tipos sacan una camilla, suben al tipo sangrando
y lo entran.
El
conserje echa una última
mirada.
La
puerta se vuelve a cerrar.
Rubén
se queda mirando el camino que, a punta de gotas de sangre, ha dejado el
accidentado que acaba de pasar. La sangre parece ser la única
emergencia en este lugar. Piensa en que sería una buena idea cortarse un brazo o algo así
para pasar de igual forma que el de la camilla y llevar consigo a su madre.
Mira al tipo de la pierna rota. Aún sentado.
Conversando
con una señora
a su lado que parece estar muy resfriada. También observa por un instante a dos muchachas de unos veinte años
que conversan; una está
al borde de las lágrimas,
la otra la consuela. ¿Quién sangrará más a
la hora de ser traspasado por una navaja?, se pregunta. ¿El hombre de la pierna
que cuelga o las dos niñas en espera de ser atendidas por un familiar al borde
de la muerte? Quién
sabe.
Un
cigarrillo.
Ya
es inevitable.
Se
aleja de su madre. Fuma.
Cuatro
nuevos nombres con sus apellidos son convocados:
Alejandro
Biafra.
Diana
Bay Ray.
Alberto
Flauride.
Damián
Peligro.
Rubén
no reconoce en ellos a ninguno de los que vio por delante de él
en la fila. Echa un vistazo a su madre. Se está rascando la cabeza y su rostro evidencia un malestar in crescendo.
Se dirige a la ventanilla, pasando por alto la fila de seis personas. Nervioso.
―Mi mamá
está
mal. Llevamos casi dos horas acá.
―Señor.
Queda poco. Hoy estamos un poco colapsados. Le pido que se tranquilice por
favor. ¿Cómo se llama su mamá?
―Ana. Ana Ojeda. Creo que tiene un infarto.
―¿Sí?
―Sí.
―Espere. Veré
qué
se puede hacer.
El
tipo de la ventanilla se pone de pie y entra a una habitación.
Sale al minuto después.
―Va a tener que esperar. Solo un poco. A lo más
media hora.
Rubén
siente deseos de romper el vidrio de la ventanilla, tomar por el cuello al hijo
de puta del otro lado y romperle la nariz en seis diminutas partes. Vuelve al
lado de
su madre.
―Mañana
quiero que me lleves a la niña, ¿ya, mijito?
―Mañana
no puedo, mamá.
En tres días
más
me la pasan.
―Oh. No importa.
Rubén
se queda mirándola
un rato, luego baja la mirada hasta el suelo.
―Está
bien, viejita. Mañana
la paso a buscar y la llevo a su casa. Vamos a estar los tres juntos.
―Eres un buen padre.
―Lo intento, mamá. Lo intento.
Recuerda
una escena en particular. Está en el baño.
Bebiendo agua. Está
borracho. Se ha tomado dos cajas de vino Santa Helena en el transcurso de la
tarde. Enseguida va a la habitación. Está
oscuro y ahí
en el medio, en cuclillas junto a
su cama, está
su hija, ve su pequeña
silueta plomiza. Se acerca un poco. La niña tiene una pistola en sus manos. La niña
se sorprende al voltearse. No suelta el arma, hay una caja junto a ella.
―Papá,
¿por qué tienes tantas pistolas?
―Hija, pásame
eso ―le dice indicándole con un gesto ―. Pásemela.
La
niña
no la entrega. Rubén
se acerca lentamente, procurando no tropezar.
―Pásame
la pistola te digo. Son de unos amigos. Pásame esa pistola. Me voy a enojar. Se aproxima lo suficiente como
para poder arrebatársela
en un solo movimiento, pero la niña la entrega en forma voluntaria.
―No quiero que nadie sepa de esto, ¿ok? Tu
mamá
menos que nadie. Son unas pistolas que yo le guardo a unos amigos.
Mira
la que tiene en la mano. Es de las pequeñas. Pero de las más putonas. La Glock .9mm. Semiautomática. Largo de cañón de cuatro pulgadas. Quince disparos. Alza de mira en punto
blanco. Lejos su tesoro más
preciado. La pone en la caja, junto a las otras armas, y la guarda bajo la
cama. En seguida se voltea hacia su hija y le besa la frente. La abraza.
Se
duerme en el piso a su lado.
Fin
de los recuerdos.
Seis
nombres y apellidos son los que llaman esta vez.
No
reconoce a ninguno de los de la fila. Rubén se pone de pie y golpea enérgico la pared de concreto tras el asiento de su madre. Ella lo
queda mirando.
―Me duele, hijo.
―Si sé,
mamá.
¿Qué querrán
estos culiaos para atenderla? ―dice en voz alta, al
borde del grito―. ¿Cómo
mierda esperan que la gente se sane si ni siquiera la reciben?
La
gente empieza a murmurar a su alrededor. Se queda mirando a unos, en busca de
complicidad, pero nadie le devuelve el vistazo. Prefieren dirigir las pupilas
hacia un punto neutro, cosa de no verse involucrados.
―Está
bien. Mamá,
póngase
de pie.
―¿Nos vamos?
―No. Vamos a pasar.
La
madre hace un intento considerable por ponerse de pie con la ayuda de su hijo.
Lo logra y camina de su brazo.
Se
dirigen a la puerta del SAPU. Coincide justo con que esta se abre y salen unas
doce personas, mirando sus recetas médicas con una fe incomprensible. Rubén se acerca al conserje y lo llama a través
de un gesto con el dedo índice.
El conserje se acerca curioso y atento. En ese instante Rubén
pasa el brazo por sobre su cuello y lo saca del lugar tras la puerta con un movimiento
enérgico,
mientras mete su otra mano al bolsillo y siente la dureza de su FIE Titan .9mm.
―arma con la que sale solo cuando cree que estará
medianamente seguro; para otras ocasiones saca a pasear otras más
peligrosas y eficientes―; le apunta y posa violento el
arma en su cabeza, al punto de causar dolor en medio de las cejas al conserje.
Este cae de rodillas al suelo. Y Rubén observa el tatuaje a un costado de su joyita: SUPER TITAN – CALL..
380 ACP – MADE IN ITALY / F.I.E. – MIAMI – FLA, y
recuerda lo que tiene inscrito en su otro costado: READ. WARNINGS BEFORE
USING GUN / MANUAL FREE FROM F.I.E MIAMI FLA, que
sin tener la mínima
idea de lo que significa se lo recita de memoria mejor que el padrenuestro.
―Déjame
entrar, culiao. Van a atender a mi mamá ¿me oíste?
De
un empujón
abre la totalidad de la puerta y se escuchan los gritos sorpresivos de la gente
de afuera. La puerta se cierra. Con un movimiento brusco y sin soltar de la
solapa al conserje, Rubén
lo pone de pie. Su madre está a su lado con las córneas a punto de salírseles, pero, sin chistar, acompaña la campaña
de su hijo, como toda madre debe hacer. Adentro nadie se percata, salvo una niña
que aguarda en un asiento al fondo. No emite ningún sonido, pero mira fijamente el cuadro mientras derrama un vaso
de agua.
―¿Quién
chucha va a atender a mi mamá? ―grita Rubén― ¡Se está muriendo de un ataque al corazón, por la mierda!
Dos
mujeres del personal médico
―las delatan sus delantales blancos―
llegan a la escena, pero sueltan gritos casi histéricos al notar lo que está sucediendo. Rubén pone la pistola sobre la oreja del conserje.
―¿Dónde
está
el doctor?
No
hay respuesta, pero sí
gestos. Aparecen dos tipos más. No parecen doctores.
―Pregunté
dónde
mierda está
el doctor ―repite Rubén, ahora a través de gritos, golpeando la frente del conserje con la punta de la
FIE Titan .9 mm.
―El doctor. El doctor está descansando en estos momentos ―dice una
de las mujeres tartamudeando.
Aparece
un tercer tipo con una silla de ruedas. Se acerca temblando a Rubén
indicándole
con la mano derecha que no haga nada. Luego mira a la madre. Rubén
le dice que se siente. Lo hace. Y la madre se larga a llorar.
Rubén
golpea con el arma la nuca al conserje y lo deja caer desmayado al suelo.
Procura cerrar bien la puerta de entrada sin dejar de mirar al personal médico.
Apunta el arma en dirección
a ellos. Las dos mujeres gritan. Avanza y se abre paso hacia dos puertas que
están
al final de la sala. Abre una. Está oscura. Está
vacía.
La
siguiente puerta conduce a una habitación blanca, con una camilla, un escritorio y absolutamente nada más.
También
está
vacía.
Rubén
cierra de un portazo y da la vuelta.
Vuelve
a apuntar al personal.
―¿Dónde
está
el doctor?
―Está
al fondo de este pasillo ―le indica uno.
Se
dirige al lugar.
La
puerta está
cerrada con llave. Dispara a la cerradura y la abre.
Adentro alcanza a ver
al doctor, sorprendido subiéndose los pantalones de forma lerda. Hincada en el suelo hay una
mujer, también
con delantal, limpiándose
los labios con las manos, corriéndose el rush. Se pone de pie y corre tras el doctor. Ambos, al
notar el revólver,
hacen gestos con las manos, como si con cinco dedos bastara para frenar una
bala.
Como
el Superman obeso de la serie de los cincuenta.
―No puedo creer esta mierda. Realmente es una situación
de mierda. ¿Soi el doctor?
No
hay respuesta.
―¡Respóndeme
cuando te hable, conchetumadre! ¿Erís
el doctor, hijoeputa? ¿Erís el doctor?
―Sí,
señor.
Yo soy el doctor de turno. Elías Domínguez.
Rubén
se sorprende del acento del doctor.
―¿Erís
peruano, mierda? Hijoeputa.
―¡No! ¡No soy peruano! ―grita
asustado al ver que, al formular la última pregunta, Rubén apuntaba con mayor precisión ―Soy Nicaragüense,
no peruano. Nicaragüense,
de Nicaragua. De Nicaragua.
―¿Y estás
culiando en lugar de atender gente, conchetumadre?
―Son mis cinco minutos de descanso. Estoy acá
desde las nueve de la noche. Y ella me acompañaba, nada más.
El
doctor se quiebra. Se desarma en pedazos. Se pone a llorar y tiembla por cinco
segundos, luego de eso recupera medianamente la compostura. Rubén
se acerca al doctor. La mujer que está tras él
suelta un grito y sale corriendo de la habitación. Rubén
lo queda mirando fijo. El doctor Domínguez intenta hacer lo mismo. Rubén le da un fuerte puñetazo en la quijada y lo echa al suelo. Le escupe. Lo obliga a
pararse de un tirón.
Y le pone la pistola en la espalda.
―Avanza, huevoncito. Avanza. Vas a salvar a mi mamita, ¿entendiste?
El
doctor suelta la vejiga y deja escurrir su orina, la humedad ennegrece sus
pantalones café,
pero sigue caminando, temblando, guiado desde atrás por Rubén.
Al aparecer frente a su madre, a quien el dolor se le vuelve insoportable,
empuja al médico
al suelo. Este se levanta y empieza a revisar el pulso de la madre de Rubén
con una torpeza evidente.
―Necesito entrar con ella a la sala ―dice
el doctor Domínguez
con miedo, mirando a Rubén
no precisamente a los ojos.
―Pasen, pero no cierren la puerta.
El
doctor toma la silla de la madre de Rubén y avanza hasta la camilla de la sala. Adentro, los dos paramédicos
que han seguido toda la escena lo ayudan a levantar a la mujer y acostarla. En
eso, un tercer paramédico
se avalanza sobre Rubén
con una jeringa. Rubén
se ve sorprendido y suena el estruendo de una bala abandonando el arma. Dio en
el pómulo
del paramédico.
Deja caer la jeringa. Se escuchan gritos contenidos a su alrededor y cae
hincado al suelo.
―¡Mierda! ―se lamenta Rubén
con cierta rabia; luego apunta al cuerpo del herido y vuelve a disparar. Esta
vez en el pecho―. ¿Qué
acaso no dije que no hicieran nada estúpido?
Bueno,
ahora lo digo. ¡Sigue en lo tuyo, hijoeputa! ―grita al doctor, al notar que se había
quedado viendo espantado lo ocurrido.
El
doctor abre un cajón
de un escritorio y saca todas esas arañas metálicas
que acostumbran a usar los médicos.
Hace
una que otra cosa. Finalmente, mira a Rubén afuera de la sala.
―Es un resfrío.
No muy grave. Hay que inyectarle dipirona y se pondrá
bien.
Rubén
lo queda mirando.
―Doctor, ¿usted es huevón
o qué?
¿No se da cuenta de que mi vieja se está
muriendo? ¡Y me viene con esa mierda de que es un resfrío!
Tiene un infarto. ¡Haga lo que tenga que hacer a
cualquier persona que esté
teniendo un infarto frente
a usted!
Rubén
lo apunta enérgico
y seguro.
―No puedo hacer nada ―dice el doctor, y
vuelve a soltar lágrimas―, no estamos equipados para una cirugía.
Tiene
que ir a otra parte. Podemos llevarla allá apenas llegue una de las ambulancias.
―¿Qué
chucha hacen acá?
¿Tienen fiestas? ¿Orgías?
¿De qué sirve toda esta puta mierda si no hacen lo que tienen que hacer? ―dice Rubén bordeando sinuosamente
los decibeles del
grito― ¿Este es un trabajo decente para ustedes? ¡No somos animales! ¡Somos personas!
Y nos tienen afuera, esperando tres horas para poder entrar y nos digan que
tenemos un resfrío.
¿Para qué les pagan, culiaos? ¿Para mejorar a la
gente? ¿O para que no se mueran tantos? No tengo
dinero. Lo sé.
Trabajo para mantener a mi hija, aunque su padrastro le aporta más
que yo. Mi vieja recibe una jubilación de mierda, pero es digna y es honesta. ¡Ella
no merece morir esperando su turno mientras usted se culea a esta puta, doctor!
―No es nuestra culpa. El sistema de salud está...
―frase emitida por una de las representantes del
personal médico
femenino. Ahora yace en el suelo con una bala en medio de la frente.
Nuevos
gritos. Nuevos llantos.
Se
escuchan sirenas. Están
afuera. A lo menos dos o tres patrullas.
―Hijo ―dice Ana a Rubén.
Rubén
se acerca rápido
a su madre.
―¿Sí,
mami? ―silencio―. Mami. Dígame,
mamita. ¿Mamá?
Ana
Ojeda fallece a las cuatro de la madrugada con cuarenta minutos. Rubén
no deja escapar llanto ni lamento alguno. Sin embargo, no deja de mirarla
fijamente. Luego vuelve a apretujar el revólver en su mano derecha. Y lo dirige lentamente al doctor Domínguez.
El doctor empieza a llorar desesperado. Y Rubén hace la más
fina pero a la vez más
brutal de las maniobras con su muñeca derecha. Se escucha un fuerte disparo en todo el recinto.
Cuatro
carabineros fueron testigos de la escena final, segundos después
de que hubo concluido como la más trágica
de las óperas
wagnerianas. El doctor en cuclillas apoyado en la pared. Llorando y rezando. En
la camilla el cuerpo de Ana Ojeda, muerta de un infarto al corazón
que la tuvo agonizando unas doce horas. Y en el suelo, el cuerpo sin vida de
Rubén
Soto. El proyectil de su propia pistola había entrado por su boca y había roto por completo su nuca, tiñendo de sangre y sesos la blancura de la sala del SAPU. Los periódicos
de los días
siguientes podían
especular muchas cosas, inventar un montón de historietas masturbatorias para justificar los sucios empleos
de sus cerdos periodistas provincianos de sección policial, y no faltarían quienes hicieran sus análisis sociales sobre el lumpen y el rol del gobierno. “MATANZA
EN EL SAPU”, titularía El Mercurio de
Valparaíso.“LOCO ARREMETE EN CONSULTORIO”, saldría en la portada de La Estrella. Las versiones cambiarían.
En unas, Rubén
Soto era un delincuente drogadicto. En otras, un demente.
Lo
único
cierto, a fin de cuentas, era que Ana y Rubén, madre e hijo, fallecieron la misma noche con tan solo unos minutos
de diferencia.
© Daniel Hidalgo
(Cuento perteneciente al libro Canciones punk para señoritas autodestructivas, 2011)
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