Para qué decir te amo

Me acordé de este proyecto de novela adolescente, la empecé como a las 18 y nunca la terminé. Un fragmento:



Nací en la ciudad de Viña del Mar, una mítica y aburrida ciudad-playa-resort-de-segunda ubicada en un pequeño país llamado Chile, al cual no me referiré mayormente, por el momento. No, gracias. Soy el hermano mayor de una humilde familia de cuatro hermanos, una madre y un padre intermitente. Claro que cuando nací no era el hermano mayor, obvio, era el hijo único, pero desde un comienzo estuve condenado a la primigenia, y a que una serie de seres más fueran disparados por las paredes vaginales de mi madre. Creo que no. Nacimos todos por cesárea. Mis padres siempre quisieron tener más hijos. Es esa la conclusión que el tiempo me ha llevado a formar. Recuerdo innumerables ocasiones en que los sorprendí en pleno acto de crear a mis hermanos. Recuerdo el blanco trasero de mi padre entre las piernas de mi madre y esa cara de sorpresa y espanto al verme con mis cinco años abriendo de improviso la puerta de su dormitorio. Recuerdo, en otra ocasión, a mi madre desnudándose frente a mi padre en el patio de la casa mientras yo los miraba por la ventana de mi pieza, sabiendo que yo hacía algo malo con mirarlos y sabiendo que ellos hacían algo malo en el patio en pelotas. Mis padres habían tomado con determinación aquella noble tarea de regalarme hermanos y más hermanos.
Mis padres fornicaban todo el día.
Luego de eso fueron llegando mis hermanos, uno por uno.
Luego de eso llegó el TV cable.
Y mis padres dejaron de fornicar.
Más tarde vino una crisis que nunca entendí en mi familia, y mi padre se fue. Luego volvió. Se volvió a ir y volvió definitivamente.
Mis recuerdos de mi infancia, en Viña del Mar, no son muy variados, pero al menos son gratos. Yo y mi madre –no sé si lo recuerdo, tal vez lo inventé– caminando por calles que nunca diferenciaré una de otra, por casas bonitas, llevándome al Jardín Infantil Butterfly, donde partí mi educación a los tres años, en donde la Tía Javiera me obligaba a comer ensaladas que yo, con el desenfreno de un niño que aborrece comer plantas, botaba al suelo, pero que resultaba peor porque la tía del jardín las recogía del suelo para introducírmelas violentamente –cuchara de por medio– a la boca. De todas formas, por lo que mis padres me contaron, la Tia Javiera me quería mucho y yo la quería mucho a ella. Esto sí que lo recuerdo. Podía pasar el día entero sentado en sus piernas apoyando mi cabeza en sus pechos, que era lo que más me agradaba, sus pequeños pechos. Tan distintos a los enormes pechos a los que mi madre me había acostumbrado. Incluso recuerdo –siempre tuve aptitudes para el dibujo– que cuando la Tía Javiera pidió a todos y cada uno de nosotros en el jardín que la dibujáramos, dibujé un par de tetas. Tetas que eran azules y cuadradas, deformadas y reconstruidas por mi imaginación, pero tetas al fin y al cabo. Y es que eso era la Tía Javiera para mí: una cara hermosa de niña con síndrome Peter Pan, colonia de bebé y un par de tetas cubiertas por un delantal verde. Todo esto, y que quede claro, no lo cuento con mala intención, para nada. Mi atracción por los pequeños, firmes y redondos pechos de la Tia Javiera del jardín Butterfly era la más sana y pura admiración que un niño de tres o cuatro años de edad puede sentir, que nadie lo ponga en duda.
Mi relación con el mundo femenino siempre fue especial.
Mi relación con el mundo femenino es un tema complejo.
Mi relación con el mundo femenino es relativa.
A + B difícilmente puede llegar a ser C.
Cuando mi mamá me levantó una mañana para decirme «Camilito, hoy irás al jardín» sin ningún aviso previo, no me cuestioné nada. Siempre he asumido mis compromisos. Mi madre trabajaba en un supermercado y mi padre estudiaba en la Universidad una carrera que nunca entendí muy bien pero que no descarto que haya sido Magia, por su facilidad para desaparecer y aparecer más adelante. La casa en Viña del Mar era financiada por lo que ganaba mi mamá como promotora de supermercado, alguno que otro ingreso de mi papá, y por la ayuda de mis abuelos (tanto maternos como paternos), por ende en la casa no había quien me cuidara. La decisión unánime fue ponerme en un jardín infantil lo más full time posible.
El Jardín Infantil Butterfly fue algo especial en mi vida, y en mi infancia freudiana. Primero: la Tía Javiera y sus pechos, claro. Y, segundo: en el jardín sólo tenía compañeras. En el jardín, en el Nivel Medio Menor, sólo había niñas y yo. Así es que de pequeño estuve acostumbrado a ver niñas a poto pelado y descubrí precozmente que a las niñas les faltaba el pirulín que a mí me colgaba entre las piernas y que, por el contrario, tenían aquella zanja que las hacía tan distintas a mí. En el jardín las niñas gozaban mostrando sus partes íntimas, levantándose las faldas, bajándose los calzones, acto que yo encontraba tan desagradable. Desde niño siempre fui pudoroso.
Yo debo haber ingresado unas dos o tres semanas después del inicio del año escolar, dado a que mi mamá tardó en decidirse en dónde estudiaría, no quería ponerme en cualquier jardín infantil. El futuro de su único hijo (hasta el momento) estaba en juego. «No dejaré que cualquier mamarracho eduque a mi bebé» decía. El Butterfly parecía el indicado.
El Jardín Infantil Butterfly era en realidad una antigua casa típica de Viña del Mar con sus ponientes y orientes, adaptada para recibir diariamente niños en sus edades más frenéticas, sus pataletas, sus vómitos, dotada de elementos típicos como corrales (prisiones para criminales que apenas empiezan a caminar), altas sillas con cinturón de seguridad, cubos de colores, cajones con toneladas de juguetes, repisas con material didáctico, todo un mundo de madera pintada pre-fisher price, distintas salas según el nivel, con paredes reforzadas para tolerar gritos, llantos, y los repetidos y horrorosos bis a coro de La Cuncuna Amarilla. Era una casa enorme que para mí adquiría dimensiones tenebrosas, una casa antigua, blanca, rejas azules como antesala, pasto verde y fresco en el patio (la entrada). La fachada de la casa estaba adornada por dibujos de la Warner Brothers muy chilenos y violadores de marcas registradas. Bugs Bunny. El Pato Lucas. Elmer Gruñón.
Al entrar por esa ancha puerta de casa vieja del Jardín Infantil Butterfly –luego de que un fotógrafo anciano tipo Geppeto me tomara una foto, que luego mi mamá compraría, con la inscripción en letras doradas abajo Mi primer día en el jardín– me sentí un verdadero marciano. Pasaba por entre los cuartos con esas caras de niñas sorprendidas de verme en su mundo, era un extraño. Un ET. Un outsider.
La Tía Javiera estaba al fondo de una oscura sala, que no me sorprendería en absoluto si se descubre, algún día, que durante La Dictadura torturaban gente allí. La Tía Javiera, sin embargo, parecía una verdadera hada madrina dentro de esa lúgubre habitación. Mi propia hada madrina.
Mi mamá se despidió sin mirarme, ocultando una lágrima que caía por su mejilla, acto que ahora me parece algo exagerado. La Tía Javiera me condujo a una sala, a una mesa, a una silla. Me senté. Me vi rodeado, de un momento a otro, de niñas. Niñas que me miraban como se mira a un cachorro mutante de dos cabezas. Me apuntaban con el dedo, me tomaban los cabellos, mientras yo estaba completamente atormentado por sus risas e interrogantes del tipo ¿Cuál es tu nombre? ¿Eres un hombre? ¿Tienes polola?
–Niñas, tranquilas… él será su nuevo compañero. Se llama Camilo.
Las niñas parecieron entender medianamente lo que la Tía Javiera les decía y se fueron alejando poco a poco, sin dejar de mirarme.
Eran alrededor de veinte mujeres, Tía Javiera incluida, versus un hombre, un niño, sólo un proyecto de algo, yo.
Al llegar a casa esa tarde, después del jardín, me fui con mi mamá a la pieza.
–¿Te gustó ir al jardín o no?
–…No.
A mi madre no le agradó mucho mi respuesta y prefirió no seguir con la conversación. En ese momento me di cuenta de que estaba perdido y estaba condenado a seguir asistiendo a ese lugar. Luego vi lo bueno del asunto: podía tener amigos o específicamente, amigas. Ah, y la Tía Javiera.A esa edad, a la edad de tres años, cuando comencé a asistir al Jardín Infantil Butterfly, me empezó a agradar esa sensación de ser siempre el centro de atención. Y es que todo el Butterfly giraba en torno a mí. Aún no sospechaba nada, pero me daba cuenta de que recibía un trato especial. Muy especial. Se me aguantaba todo. Pataletas. Gritos. Garabatos. Actos que la Tía Javiera sabía controlar muy bien. Pensando quizás «el niño quiere llamar aún más la atención de todas».

Comentarios

Gabriel Mérida dijo…
Hey, me gustó mucho. ¿A los 18? Esa soltura debe ser parte de tus recursos ahora, entonces.

Y claro, quise seguir leyendo más. Nos leemos. Saludos.

Gabriel M.
Anónimo dijo…
os veremos
me
bueno me gusto la caleta y la cahda
Baradit dijo…
Cuándo vamos a escribir algo a cuatro manos?
Daniel Hidalgo dijo…
Maestro, cuando guste!!!
A ver quién se tira el primer párrafo.

Saludos!

Seguidores