Pisagua (cap. 1)

Estoy a punto de perder la cuenta. Debe ser el día veintiuno o veintidós. ¿Importa realmente? Ya se me ha formado la barba desde el mentón hasta donde empiezan los pómulos, mi cabello está muy graso y siento que las axilas más parecen una cañería de la peor de las poblaciones de esta mierda de país. Necesito un cigarrillo, soy capaz de cualquier cosa por aspirar aunque sea una mísera piteada del humo de un cigarrillo. Pero sé que es imposible. En mi condición de prisionero no puedo exigir ni siquiera un pedazo de papel para limpiarme el culo después de cagar. No tengo idea de la hora que es, en este lugar siempre está oscuro, o como oscureciendo, es algo muy extraño… Nosotros lo sabíamos, yo lo sabía, tenía grandes cosas planeadas para este sitio, hacerlo pasar a la historia de ese país que imaginé. Hasta ahora sólo había sido ocupado para torturar a un centenar de sucios peruanos en los tiempos de La Guerra del Pacífico y a uno que otro asesino durante el gobierno de Ibáñez del Campo. Es que el sueño de todo militar es tener un campo de concentración, de eso no hay duda. También necesito agua potable, olvidarme de este verdadero desierto al costado del mar por un rato y sentir que todo está bien. En cualquier momento la tierra volverá a mecerse, a crujir, a gruñir, y sabremos, los que quedamos, que otro de nosotros habrá partido. Así ha sido desde el principio, una vez al día viene un soldado y se lleva a uno de nosotros a la caverna ubicada en el tercer monte a la derecha, se escuchan los gritos desgarradores del escogido, y luego, todo se confunde en un zumbido estremecedor, tiembla muy fuerte, tanto que caemos al suelo y finalmente sale sólo el soldado, sin victima, sin prisionero. Tengo la teoría de que la tierra se los devora, de que acá se descubrió un pozo que comunica directamente con el estómago del mundo. Está haciendo demasiado calor, mis manos están atadas con esposas a mi espalda, y marcho lentamente entre mis compañeros, formando un tren humano de cuerpos decrépitos. A nuestros costados hay uniformados, nos gritan. Uno de ellos me apura, lo miro, lo detesto, me aproximo y le escupo en el rostro. El soldado me manda de un culatazo al suelo. Se acerca y empieza a golpearme la cara con su puño izquierdo, una y otra vez. Le digo que es un pendejo de mierda, que debería tenerme respeto, hijo de puta, y le pregunto que si acaso sabe quién soy. Se detiene. Me mira y me dice que sí, que el traidor más grande que haya tenido la patria. Soy Augusto Pinochet, intenté cambiar la situación de este maldito país, pero fui traicionado en el último momento. Imaginé que las cosas podían ser distintas, que las Fuerzas Armadas creerían más en mí que en el desgraciado de Carlos Prats. Ahora soy castigado injustamente, porque no conseguí los aliados suficientes como para dar vuelta las cosas. Ahora lo recuerdo mejor: hoy es seis de octubre de 1973.

Aparecido, alguna vez, en Ucronía Chile.

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