OFICINA (un cuentito furioso)

No alcanzaban a ser las diez de la mañana y ya me había masturbado tres veces pensando en las tetas de Tara Reid. Para ser precisos, una vez pensando en su pezón derecho, la otra en el izquierdo y, la tercera, en esa sinuosa fisura que se forma entre los relieves de los dos pechos en las mujeres. Apagué la televisión, me levanté de la cama y partí al baño a prepararme para un nuevo día. Apenas me quité las lagañas sumergí rápidamente mi cabeza en el inodoro deseando que nadie haya tirado la cadena el día anterior.
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No me lavé los dientes.
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Llegué a la oficina con media hora de atraso. Culpé al “condenado taco que hace a todo el mundo llegar atrasado a sus destinos, por patéticas que sean sus metas”. Nadie más llegó atrasado a la oficina, sólo yo. No me extraña: son una manga de imbéciles paranormales. No me alcancé a sentar en mi despacho, me ordenan ir a la fotocopiadora a copiar cédulas de identidad para justificar mi sueldo. Pido un deseo: que la máquina fotocopiadora estalle apenas la encienda, me culpen y me despidan.
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Nada de eso pasa.
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−¿Quieres ir a beber algo después de la pega?− me pregunta con cara de retrasado Jaime de la oficina de al lado.
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−No es sólo que no beba sino que no me gusta perder el tiempo…− le respondo. Jaime se va. Me mira de lejos. Me corre la mirada. Y bebo de la lata de cerveza que tengo sobre el escritorio.
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Llevo tres días así. Esta ciudad parece un basural cuando quieres verla de esa manera. Huelo mierda. Soy yo. Tienes suerte si te asaltan dos veces al mes. A mí no me han logrado quitar nada, nunca tengo dinero en los bolsillos. Nunca tengo dinero. Suelo gastarlo con prostitutas, en bares, o pagando deudas. En realidad no quiero mentir: no pago mis deudas. Mi mejor amigo se metió con la perra de mi novia. Así es. No me gusta tratar a las mujeres de perras, no lo hago. Es una frase literal: mi mejor amigo se metió con la perra de mi novia. Lo sorprendimos, mi novia y yo, con su verga cubierta de mermelada de durazno y la siberiana −no recuerdo su nombre− lamiendo gozosa sus genitales. Mi novia exageró en su reacción: me dejó y se llevó a su perra. Yo no culpé a mi amigo, siempre fue un amante de los animales. No lo veo hace meses. Tiene un cargo en el gobierno y yo tengo una envidia colosal. Yo sólo soy Gabriel Astudillo, oficinista. Quise ser escritor, lo soñé alguna vez, y algún premio en un concursito barato aumentó mis apetitos −incluso logré publicar a nivel masivo un pequeño párrafo en la espalda de un envase de shampoo, algo así como: “este shampoo lleva hasta su piel un mundo completo de extractos vegetales…”−. Luego deserté de la literatura: quise entrar al mundo de la asesoría política.
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Trabajo para un concejal RN del cual aún no conozco sus intereses ni puedo pronunciar bien su apellido. Soy el encargado de copiar sus cédulas de identidad. Bromeo. O invento. Porque en realidad no sé qué carajo hago en esta oficina, pero creo que mi jefe tampoco tiene idea de qué hace como concejal.
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Las mujeres me odian. Me encuentran petulante, grosero, patudo, puntudo, engreído, egocéntrico, barza, carroñero, mala leche, acosador, pervertido. A tal punto que, las de la oficina, inventaron que yo había abusado de una compañera de trabajo cuando ella se desmayó en el ascensor. Una rotunda calumnia: fue en los estacionamientos. Y al menos la socorrí y llamé al conserje una vez que me cansé de recorrerla.
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12:50 PM.
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Una mosca vuela y se posa en mi mano. Recorre mi brazo. Vuela y se va. No la veo más. Mi escritorio está destrozado y el monitor de mi computador emitió un ruido colosal al rebotar contra el suelo alfombrado. ¿Qué es el ruido sino un sonido emitido en una frecuencia incomprensible para los simples y quejumbrosos mortales?
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Estos imbéciles me miran con temor desde fuera de mi oficina. Al fin me respetan. En realidad no lo hacen. Sólo se quedan en mute y en pausa ante la incomprensión de los últimos sucesos. Salgo por un café.
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El café es una droga.
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El silencio es una droga.
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El día es una orgía.
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Es la hora del almuerzo.
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En el carro de los churrascos la carne sabe diferente. Por primera vez la mascada sabe bien, deliciosa. Por primera vez siento que no es la carne del churrasco la que se pudre sino que es la mía. El ketchup mancha mi camisa una y otra vez. Siento una leve cosquilla en la boca del estómago imaginando mi despido. El griterío del estúpido de mi jefe cuando vuelva a la oficina. Una mujer de piernas quebradizas pasa por mi lado y me dedica una mirada. Imagino violándomela en una escala mecánica. La sigo por un instante pero luego me distraigo y sigo a una colegiala de formas insinuantes hasta que se reúne con un pendejo en una plaza. Los edificios se caen a pedazos, hay una calle cerrada por esa razón. Camino en medio de la calle, entre los autos y apretujo el bulto metálico en mi bolsillo.
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04:22 PM.
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Hay dos tipos sangrando botados en el suelo. El resto de mis compañeros sólo me mira. Apunto hacia el calendario con figuras de Guayasamín y disparo. Un tiro. Dos tiros. Los coleguitas se tapan los oídos, me miran de reojo y siguen tipeando en sus Apples. Mi jefe aún no sale de su despacho. Grito. Nadie más dice nada. Empiezo a botar cosas al suelo, todo lo que encuentro.
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Grito nuevamente.
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“¡Exijo mi despido!”
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Cortés me hace un gesto y me pregunta si tengo corrector. Se equivocó al emular la firma de nuestro querido concejal. Le respondo que no y sigue firmando papeles.
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Laura Zbinden me comenta que me ve algo tenso y me ofrece un café. Lo acepto. Aprovecho de disparar en el estómago a Guajardo, quien se dirigía al baño. Cae como un saco de verduras de la feria.
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Y todos bajan aún más la vista. Siguen en sus nobles labores.
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Sale mi jefe.
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Se me acerca y me pregunta por mi situación en la tarea de fotocopiar credenciales. Mi mano tirita. Le apunto a su frente. Me dice que he hecho un buen trabajo, que ya me puedo retirar. “¡Despídeme hijo de puta!”, le grito. Se ríe. Me dice que en la oficina se agradece mi sentido del humor tan particular. El resto también ríe. A carcajadas.
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−Nos vemos mañana, Astudillo− me dice el estúpido de mi jefe −eso sí: sea puntual en su horario. El resto también puede tomarse la tarde libre. Yo tengo una cita con un cura dueño de unas tierras en Puchuncaví.
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Todos se ponen de pie y se marchan. Abriéndose paso entre los cuerpos en el suelo y los varios destrozos.
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Y yo me marcho.
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Arrastrando los pies. Esperando que ese inodoro siga intacto.

Comentarios

ComandanteOso dijo…
ta bueno hueon...
esos estados mentales entre dia de furia, fight club y american psyco...me recuerda a algunos de mis dias
E. Medina Reyes dijo…
Bacano el Blog, estaré pasando. Voy a meterte en mis links como debe ser entre amigos.
Anónimo dijo…
Hola Daniel:

Me gusta el nuevo aspecto de tu blog. Tiene mas espiritu e identidad.
Tus cuentos tambien tienen cada vez mas intensidad
saludos
Gabriel Mérida dijo…
sí, igual bueno....
jajaja, broma, está MUY bueno
si fuera de día lo habría leído de corrido.

lamentablemente tengo que decirte que nada puede superar la vida de ese oficinista que aparecía en The Clinic. El problema con este cuento es demasiada juventud. No nos resignamos a perder las cosas bonitas ni llegar hasta el fondo.

pico en todo caso, congratulations,
saludos

G
Anónimo dijo…
hi, sorry, i came across your blog and saw that you mentioned laura, i know her when she was young, we spent summers in switzerland when we were teenagers. do you have her email? please email me at wolfihuber@gmail.com thanks!
Daniel Hidalgo dijo…
Sorry. I lost her email.

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